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NO voy a meterme en jardines. De los toros, como fiesta popular, sólo diré que hay quien la siente como expresión artística de una cultura milenaria, y quien, en la superficie misma de lo que ocurre en los ruedos, únicamente percibe primitivismo, tortura y sangre. Nada que extrañe: cada cual enjuicia el mundo con su propia sensibilidad, subrayando o despreciando cuanto encaje o no en su personal equipaje de valores. No entraré, pues, ni lo pretendo, en la actual polémica entre taurinos y antitaurinos. No esgrimiré citas de autoridad en uno u otro sentido, ni valoraré, al cabo, la trastienda -no siempre impoluta- de tanta pasión encontrada. Me sigue pareciendo que la clave de una convivencia respirable es el respeto y, por coherencia, ése es el rasero que utilizaré para medir los respectivos argumentarios.

En realidad, hoy me interesa más el personaje que el oficio. De Juan José Padilla, con el que quizá comparta -y sería honor- alguna gotita de sangre común, me admira casi todo. Dicen los aficionados cabales que carece de pellizco, que no es un torero artista. Ni falta que le hace: Juan José pone cada tarde su verdad en la plaza, no traiciona jamás el rumbo de sus sueños, se juega literalmente la vida, sin necesitarlo, con un pundonor, una honradez y un valor que para sí quisieran muchos ídolos del medio pase y de la estocada abreviadora.

Es su historia inobjetablemente ejemplar. Tras su muerte en Zaragoza, ha sabido resucitar como mito, como dueño celoso de su destino, como héroe que trasciende circunstancias teóricamente insalvables. Para él, la derrota no fue nunca una opción, ni el fracaso un final asumible. Luchó contra todo y hasta contra todos. Superó sufrimientos que espantarían a cualquiera. Aún ahora, viste gallardamente de luces un cuerpo mil veces recosido.

Ciclón, pirata, milagro, Padilla encarna la extraordinaria fuerza de una tenaz, decidida, ciclópea voluntad. De que querer es poder, su peripecia es prueba tan irrefutable como magistral.

Lloré cuando le vi salir por la Puerta del Príncipe de la Maestranza de Sevilla. Más allá de méritos o reparos, su éxito enseñaba un camino: nada está escrito; ni en las peores encrucijadas debe uno dejarse dictar el guión; el alma manda y frente a ella, cuando valiente y resuelta, huyen los pájaros negros.

Gracias Juan José, torero, maestro, amigo, por desenmascarar el auténtico, hipervalorado y falaz imperio de la palabra imposible.

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