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DERBI Sánchez Martínez, árbitro del Betis-Sevilla

La Sevilla del guiri

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A la altura de mi oficio

QUÉ injusticia más grande! Si utilizara este espacio para meterme con la política, la cultura pop o el mundo financiero, sería un periodista digno redactando en mi plena salsa ceremoniosa, pero cuando me pongo a redactar sobre el excremento en sí, corro el riesgo de ser gacetillero. Hoy se publica mi tercer artículo sobre el excremento canino. En este, me propongo abrir nuevas fronteras más allá de las calles, parques y placitas de Sevilla. Ruego a mis lectores que no tengan prejuicios. ¡La caca literal también vale como fuente de perspicacia intercultural!

Recuerdo con nostalgia cuando los niños de mi barrio neoyorquino, mi hermano y yo podíamos jugar al béisbol en la calle donde vivíamos. El único marrón surgía cuando la pelota bateada terminaba en los jardines de una familia que tenía dos pastores alemanes enormes. El peligro no lo provocaban los colmillos de los perros, sino los culos. Allí en los jardines se quedaba, sin ser recogido, todo el resultado de sus necesidades fisiológicas. Para que nuestro juego no terminara por causa del asco de los jugadores, necesitábamos jugar con muchas pelotas de recambio.

El caso de aquella familia no fue en absoluto singular. En mi país, respirar en los jardines de muchos dueños de perros no es precisamente aromaterapia. Con frecuencia, los céspedes más verdes y exuberantes son los más pestilentes y peligrosos de pisar. Incluso en los jardines de los dueños que quitan lo que se habría convertido en abono, puedes notar el hedor. ¿Quien querría hacer una barbacoa, tomar el sol o retozar en dicho ambiente? Supongo que para esos dueños lo principal es no tener que pasear sus perros, y que los niños del barrio no pisen sus arriates.

Sería muy raro que una familia sevillana dejara ensuciar hasta tal punto su propio espacio de vida. Para los sevillanos sus casas y sus patios son sagrados. La gente se obsesiona y se jacta de cuánto pasa la fregona, quita el polvo y lava la ropa. ¡Nunca se acaba la guerra contra los microbios! Pero sólo en casa. La misma maría que tiene sus suelos lo suficientemente limpios para recibir las nalgas desnudas de una reina, es perfectamente capaz de dejar que su perrito corra sin correa por la calle y cague en los chinos de la zona infantil donde juegan sus nietos.

En EEUU, los dueños de los perros en su gran mayoría han sido educados en que ellos mismos, no los demás, tienen que aguantar los inconvenientes de sus mascotas. Está mejor visto ensuciar su propia casa que el espacio común.

Supongo que puedes ver semejante civismo como un ejemplo más de cómo los americanos escondemos la dura realidad detrás de una imagen limpia, bonita y prometedora, como cuando (excluyendo los políticos) pedimos perdón mil veces incluso sin tener la culpa, o como somos capaces de mantener una cara sonriente en los peores momentos de la vida, o como algunos de los más grandes timadores de mi país son pastores religiosos. El camarero de una franquicia de comida rápida, al servirte la ración que te hará sentir apático y deprimido durante lo que te queda del día, puede decirte con toda sinceridad: "Have a great day!" (¡Que tenga un día genial!) porque ser agradable tiene más peso que ser coherente. Acepto que todo eso no sólo es empalagoso, sino siniestro; sin embargo, insisto que se hace con la intención de no incomodar. Claro, el camino al infierno se paga con buenas intenciones. A la hora de encontrar trabajo en una empresa respetable, o tratar con un supuesto gurú, e incluso al hacer amigos, la caca te acecha detrás de la puerta reluciente e inmaculada y te sorprende al cerrarse de un portazo.

La caca literal es, tanto en mi ex país como en mi país actual, sólo un síntoma de una enfermedad más grave. Cuando me planteo por qué tantos estadounidenses dejan que sus perros caguen en casa o por qué tantos sevillanos dejan la caca de sus perros en el camino de los demás para que la lleven a casa en las suelas de sus zapatos, estoy empleando la lengua metafórica de los poetas.

La espontaneidad, calidez y desfachatez de la gente de Sevilla me estimulan. Admiro cómo cuidáis y protegéis a la familia, a los vuestros, el don que tenéis para perderos en el momento y disfrutar de ello. Pero estoy llegando a creer que esta forma de ser va de la mano de no ser responsable, de olvidar poner de vuestra parte. En Sevilla la vía pública es una refriega en la que cada uno puede deshacerse de lo que le dé la gana y nadie dice nada. Demasiados sevillanos no miran más allá de sus propias casas. Les da igual si llegan a ser una carga para los demás, siempre que los suyos estén sanos y salvos y bien alimentados por la teta de la sociedad. Una conocida, una profesora de Infantil, miente al decir que su padre está enfermo y vive con ella para, de esta forma, conseguir que no la trasladen fuera de Sevilla. Lo hace sin el mas mínimo remordimiento, como si fuera un derecho robárselo al que verdaderamente lo necesita. ¡Qué locura! No es de extrañar que con tanta gente así se pasen por alto las barbaridades perpetradas por los políticos, que los políticos al igual de los dueños negligentes de los perros, salgan impunes de las cagadas que dejan en el camino de los ciudadanos a los que representan.

Escribí mi primer artículo sobre el excremento canino cuando todavía estaba verde, es decir, lo escribí con pluma de plomo, machacando la mala educación de la gente. En el segundo, cuando ya había aprendido a explicar mi postura con más sutileza, intenté un artículo escatalógico, con el fin de ridiculizar. Pero la esperanza de que mi comentario fuese leído por un pez gordo del Ayuntamiento y le dejara la suficiente huella como para ordenar una limpieza mejor de las calles mostraba rotundamente que todavía me hacía falta un buen hervor. Hoy hago mi comentario como un articulista curtido. ¡Al infierno con intentar educar a la gente o meterme con Lipasam! ¡Por fin me he puesto al tanto! Con esta redacción, sólo pretendo hacer lo que mi humilde oficio exige de mí: comparar y contrastar las costumbres de caca.

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