AUN dudando de sus verdaderas intenciones y encontrándome en sus antípodas ideológicas, no seré yo quien lapide a Pere Navarro, primer secretario del PSC, por su insistente petición de que el Rey abdique. Más allá de que su planteamiento sea sinceramente leal, Navarro pone encima de la mesa una cuestión de innegable actualidad, abierta en la calle y tristemente no exenta de fundamento. La degradación lenta y progresiva de la imagen de la Casa Real, acelerada en los últimos meses por escándalos inasumibles, y la deteriorada salud del monarca hacen que la hipótesis no sea en absoluto descabellada.

Es claro que, según nuestra Constitución, una iniciativa como ésa le pertenece exclusivamente al Rey. Con independencia de si ha de ser aprobada o no por las Cortes y de la determinación del concreto procedimiento, la voluntad tiene que nacer de él. Pero nada impide que los ciudadanos le aportemos nuestra particular visión de la coyuntura, aunque sólo sirva para enriquecer su proceso personal de reflexión.

En esos estrictos términos, entiendo que la opción presenta notables ventajas. Estamos a cinco minutos de que se vertebre una sólida alternativa republicana en España; el pueblo ya no acepta los viejos privilegios de la monarquía; ella misma diríase empeñada en suicidarse; no es esperable una cambio copernicano en sus inadmisibles rutinas; los gravísimos problemas que nos aquejan, políticos y económicos, exigen un liderazgo respetado, enérgico e impoluto. Demasiada tormenta como para aguardar sin más a que escampe.

Por fortuna, el Príncipe Felipe representa una generación nueva y extraordinariamente preparada. Ha sabido, además, mantenerse relativamente al margen de las miserias de palacio. Supone, pues, una oportunidad de relevo tranquilo, sin riesgos previsibles y con las suficientes garantías para la continuidad de la institución

Una vez resuelto -desarrollemos ya mediante Ley orgánica el artículo 57.5 de la CE- el espinoso asunto del estatus del monarca que abdica (por ejemplo, hay que legislar sobre si conserva o no su inviolabilidad y, en caso de perderla, establecer desde qué momento y con qué efectos), restaría que Don Juan Carlos culminara su propia, ineludible, serena y objetiva evaluación de los hechos. Tiene el Rey por delante la decisión más difícil de su vida. Ojalá que acierte -su padre lo hizo- a anteponer aquellos intereses que, como país, más y mejor nos fortalezcan, aúnen y convengan.

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