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La ciudad y los días

Carlos Colón

Del amor al peligro

AL ser humano le gusta el peligro. Unos los viven vicariamente a través de la literatura, el cine, la televisión o las simulaciones de los parques temáticos. Y otros los viven en directo. Los llamados deportes de riesgo están de moda y de vez en cuando se cobran alguna víctima. El alpinismo goza de gran prestigio como ejemplo de superación de los límites físicos o geológicos que la naturaleza impone a los seres humanos, y también se cobra sus víctimas. Y lo mismo se podría decir de las carreras automovilísticas o de motos. Entre estas prácticas sitúo los sanfermines. Personalmente me parece una barbaridad y una barbarie correr apelotonados delante o a los lados de bichos con cuernos que pesan quinientos kilos y tienen una bravura que les impulsa a cornear. Pero no me parece menos bárbaro que tirarse por un puente con los pies amarrados a una cuerda, bajar rápidos torrenciales, golpearse hasta que uno de los púgiles pierda el conocimiento o correr en coches que rebasan la velocidad del sonido (como hizo Andy Green en el Thrust Super Sonic en 1997) o en la Fórmula1, en la que se rebasan los 350 km/h. No me gustan los sanfermines, ya lo he dicho, y encuentro lógica la polémica surgida tras la muerte de un corredor en esta edición. Pero de prohibirse, cosa que no se hará invocando la tradición, habrían de prohibirse esas otras formas no menos gratuitas de jugar con la vida.

La explicación a este irracional amor por el peligro o a la pérdida de sí en la diversión frenética la dio Pascal en uno de sus más brillantes y actuales Pensamientos: "Cuando considero las diversas agitaciones de los hombres y los peligros y penalidades a que se exponen, de los que nacen tantas querellas, pasiones, empresas arriesgadas y frecuentemente perversas, he descubierto que toda la infelicidad de los hombres consiste en una sola cosa: no saber quedarse quietos en una habitación… Ello sucede por nuestra condición débil y mortal, tan miserable que nada puede consolarnos cuando la consideramos… De ahí que el juego, la guerra y las grandes empresas sean tan solicitadas… Que los hombres amen tanto el ruido y la agitación… Que el placer de la soledad sea algo incomprensible… Que los reyes estén rodeados de gentes que no piensan más que en divertirlos para impedirles que piensen en ellos mismos. Pues, por muy rey que sea, si piensa en él será desdichado… Los hombres que sienten naturalmente su condición nada evitan tanto como la quietud y nada hay que dejen de hacer para buscar el peligro".

Por ahí creo que van las cosas. Por eso nada podrá impedirlo. Es nuestra naturaleza.

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