La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Las zonas prohibidas de Sevilla
El último volumen publicado del diario de Andrés Trapiello Éramos otros, vigesimocuarta entrega, ha dado lugar, más que nunca, a pronunciarse sobre su extensión. Lo hace incluso el propio autor en sus páginas contándonos cómo le insisten hasta los amigos en la recomendación de que no debe seguir y cómo insiste él en recordarnos que estos diarios son novela, pero, sobre todo, son vida y como tal siguen adelante.
Con el paso de los años todos reconocen, al menos, la importancia de la obra y su continuidad. Algunos de sus devotos lectores, incluso le piden que publique dos por año y, se les hace la boca agua pensando ya, cómo nos contará en un futuro lo que está ocurriendo ahora. A mí, que le sigo desde que publicó por entregas en el suplemento Citas del Diario de Jerez, el primer tomo de su diario El gato encerrado me importa poco la extensión, el grosor o la periodicidad exacta de los diarios. Los espero siempre con la misma impaciencia e ilusión y nunca me defraudan. No cuento sus páginas ni pienso lo que ha tardado en publicar de un tomo a otro ni fabulo con lo que pasará consciente de la grandeza de la obra que tengo entre manos y con la que me voy haciendo yo misma con el paso de los años.
Lo que llama la atención a los demás tiene que ver poco con lo que a mí se me queda dentro. Esta obra no es importante, o no es importante sólo, ni por su extensión ni por su continuidad sino por su propia grandeza. Grandeza al retratarnos personajes desconocidos a los que dedica mucha mayor extensión que a las célebres "X" que tanto disfrutan algunos lectores despejando su nombre cuando el mismo viene dado de forma obvia con menos pimienta que acidez (quizás sea lo que menos me gusta y más se aplauda, la falta de generosidad con algunos escritores, en este tomo Delibes, Benítez Reyes y Alcántara; con otros, eso sí, se ha quedado corto. También me sobra la cruel y burlesca reseña del libro Riña de gatos, innecesaria como él mismo reconoce inmediatamente después de referirla). Son los personajes anónimos, como la adolescente que se queda dormida en el tren, la vieja del mercado de Nápoles o el no menos viejo vendedor ambulante de libros de Cádiz y sus prodigiosas descripciones, los que se quedan para siempre en la memoria. Grandeza al citar las obras de autores que son referentes, en este tomo a Leopardi o a Jiménez Lozano del que recoge aquella firma de los pintores flamencos antiguos "Como mejor puedo" que podría ser el lema de un escudo de armas. Grandeza al permitirnos convivir con los recuerdos de Ramón Gaya, haciéndolos nuestros y aprendiendo de su pensamiento, de su sabiduría y hondura. Grandeza en la amistad, que es el mayor don de la vida, con el poeta Eloy Sánchez Rosillo aprendiendo a mirar la misma luna que siempre es distinta o visitándole en su casa tan desnuda de adornos e imposturas como él. Grandeza en sus viajes por trabajo en los que el humor vence sobre las servidumbres e incomodidades de tener que ganarse la vida correteando el mundo. Grandeza en sus viajes de placer en los que el paisaje y el paisanaje no son jamás postal ni lugar común. Grandeza con la familia que ha formado y hacemos nuestra, a la que hemos visto crecer a lo largo de los años y que le admiran tanto como sus lectores.
Grandeza, sobre todo, al contemplar la naturaleza porque en estos libros siempre sale, tarde o temprano, el ruiseñor cantando, las palabras desusadas de las cosas y labores del campo cuya belleza se nos queda en los labios, el sonido de las ramas de los árboles al compás del viento en el silencio del campo o la luz de peltre que deja al anochecer una tarde de lluvia.
Grandeza al hacernos partícipes de las inseguridades reflexivas que toda obra conlleva. Grandeza en el diálogo cervantino que mantiene con uno de sus hijos cuando este le comunica un cambio de rumbo para atender su verdadera vocación, momento de ilusión e incertidumbre en la que el padre se ve retratado y le inicia en la orden de caballería de los creadores relatándole sus propias andanzas literarias. Mirándose en él, lo recuerda de niño cuando recibió un tren de regalo de reyes y le anticipa el vértigo que habrá de sentir el resto de su vida. Quizás el momento más emocionante del libro.
Casi al final de este tomo se compra en el Rastro un caleidoscopio del que dice estaba por dentro lleno de los asombros del niño que tuvo en él su linterna mágica. También son sus diarios para los lectores un caleidoscopio que nunca se repetirá al pasar de sus páginas en giros armoniosos y deslumbrantes.
El Salón de pasos perdidos empieza y acaba siempre en fin de año que es una manera de contar y descontar nuestras horas, de regalarnos una visión circular del tiempo y del mundo. En este tomo ese círculo se inicia y se cierra con Rafael Téllez, es decir, con la poesía pura, noble y libre apartada del mundo y hasta de la propia literatura y su erudición; apenas alumbrada por la luz de un candil.
Y vuelve Trapiello a recordarnos los versos de Unamuno de El armador aquel en los que las maravillosas palabras habladas murieron, ay tragedia, al caer en un libro. Y es que el verdadero valor de estos diarios y el motivo por el que se leerán, siempre, de una manera nueva, no es otro que, las palabras al caer en sus páginas transmiten el misterio de la poesía y vuelven, oh ventura del alma, a hacerse vida e incluso razón de vivir.
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