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Relatos de verano

Hipólito / G. Navarro

Los artistas cautivos (yVII)

PARA cuando yo llegué aún quedaba vacante la plaza del segundo artista, y también en pleno, o en mayoría simple, ya ni lo recuerdo, se me atendió un pedido urgente de lienzos, de botes y pinceles. El material que yo traía, ya le comenté, se agotó en poco más de una semana, con la euforia pictórica inusitada que me dieron el picor del labio partido y el recuerdo de la mirada abstracta de Alfonsina en la tapicería del taxi.

Plaza de etnólogo aquí no se contempla, don Garrido, y ya hace mucho que quedó atrás esa cuesta de los gatos. Debería ir pensándose muy seriamente la ocupación que más le gusta o le conviene, para ir preparando el orden del día del próximo pleno. Ese árbol tan rotundo que corona la cuesta es el alcornoque que le decía, un monumento natural con más de cuatrocientos años encima, nuestro faro particular de vigilancia, y ése que parece que dormita en lo alto de la rama más gorda es mismamente don Fidel.

Desde ahí arriba controlamos varios kilómetros de carretera, todos los caminos, la umbría de esa explanada, y mire usted atrás, Garrido: la aldea, vista desde aquí, ¿a qué se le parece? Quince años llevo yo sabiendo lo que me parece en la punta de la lengua, pero como si nada, hasta hoy. Si al final puede subir conmigo al alcornoque a ver si se le ocurre una apariencia y me lo dice, de verdad que se lo voy a agradecer.

¿Qué le decía yo todo el tiempo, eh? No tiene más que ver cómo le ha mirado, con los ojos en punta de flecha. Lo que ahora vaya contando Fidel por ahí abajo ya se lo tenía yo requeteadvertido. Puede dar por clausurada su salida, ni avisar a un familiar o un abogado, por aquí abundan las de calibre veinte, dos cañones.

Hombre, mira qué gracioso, bien que se le puso al tanto de los peligros que corría desde la primera retahíla; inconvenientes ahora que es usted ya de los nuestros encontrará otros cuantos añadidos, pero esos se los busca usted por su cuenta, caballero. Yo aquí donde me ve soy uno más, como un mandado, y ahora sobre todo no me puede despistar, Garrido, podría dejar en paz el aparato -pero qué manía más tonta le ha dado de grabar- y ayudarme, sí, avisar de lo que llega a nuestro paraíso por aquellos dos caminos, por esa carretera o, quién sabe, puede que hasta en un todoterreno por esos campos y a través.

Quieto, quieto, bajar de aquí ni se le ocurra de momento. Por supuesto que seguimos siendo amigos, pero ahora y hasta el regreso soy su guardián, no se me engañe, este navajón no sería la primera vez que lo iba a usar.

Vaya. No me venga ahora con pamplinas, hombre, que llevo una semana entera de ángel de la guarda de sus huesos y avisándole del peligro que corría, usted ha sido el único responsable. Míreme a los ojos, a los ojos le estoy diciendo, deje en paz mi labio, míreme a los ojos y responda, ¿no me gasté yo acaso la saliva que no tengo en advertirle?

Ahora a no ponerse nervioso y a vigilar cualquier novedad que aparezca por esos horizontes, podría cubrirme ese abanico entre el pinar y el cementerio, para empezar.

Por Dios, Garrido, qué asquerosidad.

Preservar los paraísos del turismo tiene sus inconvenientes, no se crea. Para que este sitio se mantenga apetecible no hay más remedio que dosificar, impedir a toda costa permanencias que no harían otra cosa que estorbar y dar por culo, valga la expresión. Así que es usted, Garrido -y deje ya de vomitar, por sus muertos se lo pido-, el único individuo que tiene en quince años el privilegio de ser otro de los nuestros. Si lo mirase bien mirado, por el lado bueno que tienen incluso las desgracias, se le quitaría esa vergonzosa tembladera, porque esto que le pasa es poco menos que un milagro, como si otra vez volviese usté a nacer.

Ahora deberíamos ir pensando en un oficio, en una ocupación. Para dos o tres que están vacantes pocos conocimientos previos le hacen falta, y para lo de tonto de la aldea, de seguir usted emperrado en esto de grabar, no haría falta ni decirlo, se le piden en pleno los casetes y las pilas y no tenemos más que hablar.

Coño, Garrido, ¿usted se traga los huesos de aceituna?, ah jodido puñetero, ¿no le enseñaron a pelar un altramuz?, está poniendo perdidas las ramas de ahí abajo, a Fidel eso no le va a gustar.

Vale, vale, tranquilo, aquí está mi pañuelo. Lo que le decía, eso de tonto del pueblo es usted quien lo decide, menos coleccionar bombillas todo podría ser; también puede hacer cestos, servir de camarero con Rodrigo, de sochantres anda bastante escasa la parroquia -hombre, eso ya es otro nivel-, para jubilado de la plaza pasados unos lustros pueda ser, de municipal está Tomás, ya lo conoce, y de vigilante aquí en el alcornoque por ahora ni lo piense, a menos que venga acompañado. Este labio mío es inmejorable en esto de silbar, pero podría usted hacerle las veces a Fidel, que por más que lo intenta no le sale y ahí lo vio, con ese pito que le hizo Romaní, que algunas veces nos confunde y no sabemos si es aviso de llegada de turistas o el reclamo sexual de esta marabunta de grajos...

Pobrecitos los grajos, criaturitas negras del cielo, mire lo que les está haciendo picotear, le debería dar un poquito de vergüenza, Garrido, amigo mío.

Cronista oficial de la villa, poeta, de eso no tenemos, Garrido, pero puede proponerse. No tiene más que empezar a pasar a papel lo que lleve grabado en esas cintas, la pelotera de pamplinas que le llevo contadas en toda esta semana, lo que le hayan contado Rodrigo, mi Lorenza, las viudas Navadijo, Domingo, Leopoldo y otros más...

Ah, pues claro que lo he visto, Garrido, lo he estado vigilando todo el tiempo, a ver si se cree que estas ojeras las tengo así desde aquel día del taxi o de las tardes todas seguidas con las hermanas de Aguedita. No, hombre, no, en quince años yo ya estaba descansado, es que la semana que me llevas dada no te la imaginas, menudo preguntón que me has salido, Eduardo; conque etnólogo, valiente compinche que me toca, Eduardo Garrido, llora, llora, ya sólo falta que te salga el cerumen por las orejas, te vas a quedar hueco, querido, estás como lloviendo, qué barbaridad.

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