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La tribuna

José Chamizo De La Rubia

La ausencia suplantada

LES propongo un ejercicio mental. Imaginemos una "situación de riesgo" hacia un menor. Construyan un ejemplo de situación familiar que amenace el desarrollo de una niña o que afecte a la integridad de un chiquillo.

Seguramente han respondido al ejercicio dibujando un entorno social difícil, empobrecido, o relaciones sórdidas que escenifican casos comúnmente identificados como de riesgo hacia los pequeños. Los supuestos de malos tratos, abusos, situaciones patentes de riesgo en el más amplio sentido de la palabra, exigen cada vez más respuestas eficaces desde los sistemas de protección, que no siempre están a la altura.

Y no se equivocan ustedes imaginando estos casos; pero podemos ser algo más incisivos a la hora de entender de qué hablamos cuando queremos detectar un riesgo o un peligro para el proceso de crecimiento y desarrollo de una persona menor. Esas barbaridades imaginadas pasan de verdad, pero -afortunadamente- no es el rasgo común que ofrece nuestra sociedad. Hablando de los derechos de la infancia, pienso que existen más aspectos que debemos atender.

Me gustaría comentar una idea que venimos observando desde esta institución y que, sinceramente, me inquieta por dos razones: porque describe situaciones, como digo, bastante repetidas y, además, porque no percibo un criterio de preocupación por sus efectos.

Me refiero a lo que llamaría ausencia suplantada de los padres y madres hacia sus menores. Cada vez más, las actividades diarias y la vida cotidiana de los menores se realizan con una falta de implicación de sus progenitores que, a la postre, termina por completar una agenda de ocupaciones en las que la relación padres e hijos está perfectamente perdida. Conozco la conciliación de la vida familiar y laboral y que se ha convertido en una de las más ardorosas proclamas, tan repetida como inexistente. Pero la propagación de este modelo de vida y relaciones familiares está provocando graves carencias relacionales y educativas. En suma, compartirán conmigo que hablamos también de derechos esenciales de los menores.

La literatura científica ya nos describe la figura de la niña llave o el perfil despótico del niño emperador. Son ejemplos que tienen en común a menores cuya comunicación con sus tutores se ciñe a la lisonja, para compensar no se sabe qué tiempo perdido de relaciones mutuas, o a la externalización de la educación para camuflar nuestra propia dejación de enseñar.

Disponemos de niños perfectamente comunicados con el orbe informático sin que sepan dialogar con su padre cinco minutos, mientras la madre se enfrenta cada día a procurar ser la pionera que alcanzó su realización profesional con la casa a cuestas. El juego en común no existe o la tarea de aprendizaje compartido en torno a una bicicleta la asume mejor el monitor del enésimo campamento de verano; y de invierno también. Alguien me habló hace tiempo del silencio intergeneracional; hoy es una perfecta desconexión.

Aquí, entre tantos derechos proclamados y cuya protección hemos cedido a los poderes públicos, hemos olvidado la obligación compartida de educar. Valores universales de trato social, respeto, trabajo, responsabilidad, sólo se conciben simplificados en un temario que se da un día a la semana y en el colegio. Esta externalización de las responsabilidades de madres y padres trasciende cada vez a más aspectos de un universo de relaciones y convivencia que cada vez se acota y restringe más. Así, caemos en la cuenta del perfecto extraño que teclea en su habitación o nos asombramos perplejos en una tutoría de las historias que ha protagonizado nuestra hija.

Mi propuesta es abrir los ojos a situaciones que yo sí calificaría de riesgo hacia la atención, el cuidado, la relación que necesitan nuestras hijas e hijos y que, por muchas causas, terminamos olvidando. Tenemos la obligación de vivir y crecer junto a estas personitas. Enseñarles con honestidad a desarrollarse en su vida, para protegerlos y aprender también de ellas. Evitar que un día, casi sin darnos cuenta, nos angustie la sensación de un tiempo perdido que se nos vuelva irrecuperable.

Desde una posición activamente reivindicativa, que comparte la institución del Defensor del Menor, la sociedad demanda mejoras y líneas de apoyo para el sistema de protección de menores en los más distintos órdenes. Pero, a la vez, tenemos que ejercer las funciones insustituibles que están bajo nuestra prioritaria responsabilidad.

Reconozco que aporto pocas soluciones a un problema delicado y que tampoco es nuevo, pero me parecía oportuno exponerlo en este artículo aprovechando la jornada reflexiva. Y si no lo leen, que sea porque han preferido echar un rato charlando con la niña. Feliz Día de los Derechos de la Infancia.

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