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Rafael Sánchez Saus

El bálsamo y el látigo

CONTABA este periódico que la vicepresidenta del Gobierno, doña Soraya, tan ingeniosa ella en el retruque como hábil en el arte de decir, siempre con el reglamento a favor, la última palabra, le ha pedido algo así como un Plan Marshall para España al ministro alemán de Finanzas, herr Schaüble. El incauto se había llegado hasta Compostela creyendo que se le necesitaba en algo parecido a un seminario, y se encontró con una calculada encerrona a cargo de tres ministros, tres -García Margallo, Guindos y la susodicha-, a los que hubo de lidiar con todo el arte que por aquí nunca se sospecha de los, sólo en nuestro imaginario, toscos germanos.

La cosa es grave porque si es verdad, como pudiera parecer de la relación de temas tratados con el ministro alemán, que tan notable presencia gubernamental en Santiago intentaba suscitar una actitud más comprensiva del granítico Schaüble hacia el objetivo del déficit español, ello significaría una desconfianza del Gobierno en su política de ajustes y una cautelosa aproximación hacia las tesis que sostienen su ineficacia para sacarnos de la crisis. La respuesta del alemán, nada conmovido por nuestros anhelos de crecimiento económico con redoblada financiación europea, me parece un modelo de esquiva diplomática: "Son ustedes maravillosos, estoy impresionado por sus reformas, pero, en cuanto al déficit, nein". Y el que paga, manda.

Es curioso que a los críticos con el Gobierno, que crecen cada día incluso fuera de RTVE, les haya molestado tanto el elogio de Schaüble a las reformas y no hayan reparado en su naturaleza de bálsamo retórico tras el latigazo. El mensaje para todos los que están ya preparando la trinchera en las autonomías, las empresas públicas, los sindicatos o las universidades es diáfano: el saneamiento de las cuentas no es negociable, incluso con independencia del resultado de las elecciones francesas, y ni siquiera está en manos del Gobierno español. Éste puede, hasta cierto punto, decidir cómo se hará, pero no establecer sus límites.

El episodio compostelano nos muestra hasta qué grado el control del déficit en el gasto corriente y consolidado es condición imprescindible para poder idear y ejecutar políticas ajenas a la dictadura de los mercados y de quienes los manejan. Me asombra que la izquierda, aparentemente tan enemiga de los mercados, no se percate de ello y aspire, como ideal político y social, al gratis total. Pero el que vive descuidadamente, si no es rico, sólo puede ser un siervo, y lo que parecen derechos están siendo ya nuestras cadenas.

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