HACE un siglo, Vilfredo Pareto intuyó una pauta social con la que otros estudiosos, como Joseph M. Juran, acabaron por establecer un principio hoy vigente en las ciencias sociales. Pareto se percató -o sea, observó empíricamente- de que en su sociedad las personas se dividían entre los "pocos de mucho" y los "muchos de poco", en unas proporciones no fijas, pero alrededor del 20% los primeros y el 80% los segundos. A día de hoy, a nivel global y con pocas excepciones, la cosa no ha hecho sino empeorar: el porcentaje de muchotenientes ha decrecido con respecto a una gran masa de pocotenientes o nadatenientes, más o menos de la forma en que los venados se reparten las hembras en la berrea o los lobos establecen los turnos y la calidad de la carne a percibir de la presa. Algo muy natural. Claro que si convenimos -lo cual es mucho convenir- que la especie humana es muy distinta de las otras especies, y que nuestro sistema económico no es puramente ecológico sino que está moderado por valores morales, políticos y propiamente humanos en general, la tendencia a radicalizar la brecha económica es mala, y muy peligrosa… incluso para los hijos de aquellos que hoy están en la divina minoría. Los venados de la vara y los lobos dominantes envejecen y son liquidados por otros emergentes: es ley de vida.

La selección natural que convierte en estadísticamente anormales a las distribuciones de riqueza no sólo se da crecientemente entre las personas, sino también entre las empresas: otro desastre para el bienestar y para ese evanescentente concepto de "bien común", si quieren, en su sentido estrictamente económico. Aquí, la sangría en las pequeñas empresas es brutal: la que no está en peligro de muerte ha cogido las gafas de buzo y se ha sumergido en la economía más negra. La mortandad de las pymes es un gravísimo problema. Sin embargo, la promiscuidad y las interdependencias de los gobernantes con la gran empresa ponen a ésta a cubierto (por ejemplo, la banca; un-dos-tres, responda otra vez). La válvula de seguridad de las grandes es el paro de crecientes legiones de sus empleados; la de las pequeñas o el autónomo, la desaparición.

Esta semana, un rayo de luz ha venido -¡albricias!- del origen del sistema capitalista, el Reino Unido. El Estado británico va a constituir un banco público dotado con 1.250 millones de euros para financiar a las pymes de su país, que, como las de aquí, son ignoradas por la banca. Allí, igual que aquí, no hay dinero bancario para nada salvo para lo que lo hay: refinanciar a quien es demasiado grande para caer y, además, está colgando del arco del banquero con sus manos agarradas a sus doloridos balones de oxígeno. Que haberlos, haylos.

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