POR fin nos han invitado a una Cumbre del G8. Ya semos ricos. Como ya fuimos europeos en su día. El moderno juglar Boadella lo anunció con un programa que usaba esa misma conjugación logsiana del verbo ser. Pero como no hay alegría en la casa del pobre, casi al mismo tiempo, Berlusconi invitaba a ir en las listas de las elecciones al Parlamento Europeo a macizas señoritas recién salidas de un curso que las habilita para construir frases donde aparezcan las palabras "progreso" (no decir pogreso), "talante" y "optimización de recursos". ¿Mera coincidencia? ¿Confabulación contra nuestra patria?
Cualquier cosa es posible tratándose de Berlusconi. Este político nos ilustra sobre dos grandes verdades: que aún España puede caer más bajo y que la manida frase de Lampedusa, cambiar todo para que nada cambie, se hace carne de dócil telediario en la contemporánea historia de Italia. La caída del modelo de la Democracia Cristiana y el Partido Socialista ha dado paso a un paisaje similar regentado por neofascistas, secesionistas y un señor que sitúa el debate político sobre el epicentro de la trifulca con la ex o el uso de aviones pagados por los contribuyentes para trasladar jovencitas a sus guateques tardoadolescentes.
¡Qué sensación de impunidad recorre Europa! La idea de que los ciudadanos europeos nos hemos acostumbrado a casi todo se abre camino, como la certeza de que una vez aguantado el necesario chaparrón nada cambiará y todo se desvanecerá en el aire, como las ondas que nos transmiten la ración diaria de telebasura o las suculentas dietas que cobran nuestros esforzados y muy concienciados eurodiputados. Pobre Italia. Pero pobre Europa también.
La berlusconización de Europa es un hecho. La subordinación del interés público al privado, la banalización de la democracia y sus instituciones o el control, cada vez más indisimulado, de los medios de comunicación son preocupantes. Este último asunto ha adquirido una especial relevancia en los últimos tiempos.
El decreto ley que permite las fusiones entre televisiones en España es una mala noticia para la libertad y la pluralidad. Con esta norma se abre la posibilidad a una concentración sin precedentes, a la vez que se encorseta y, prácticamente, se condena a la televisión pública. Las televisiones privadas tienen un deber de servicio público, ya que se trata de una concesión. Los sucesivos gobiernos no han sido capaces de exigir el cumplimiento de esta clara exigencia de nuestra legislación. Han acostumbrado a las televisiones a emitir contenidos baratos y vergonzosos; a educar a una generación de posibles ciudadanos como siervos.
De nada sirve educación para la ciudadanía, igualdad y valores, si a la hora de la merienda me muestran que fulanito es alguien exitoso gracias a un pelotazo urbanístico o porque supo acostarse en el momento oportuno con el ente adecuado. Retirar la publicidad de TVE es un error. Pagaremos indirectamente los sustanciosos contratos de los paquirrines del siglo XXI. Toda esa demagógica apelación a la deuda del ente público trata de invisibilizar el verdadero problema que ha afectado a la televisión de todos: la falta de un consejo independiente de las presiones políticas (como sucede en la BBC) y el innecesario uso de productoras privadas, pata negra, que se han enriquecido de un día para otro a costa del contribuyente y engordado la deuda de TVE.
Robert R. Murrow, el periodista que con valentía se enfrentó a McCarthy durante la casa de brujas -y al que se dedicó la película Buenas noches, buena suerte-, afirmó que la televisión podía enseñar, iluminar e incluso inspirar, pero sólo si los seres humanos se deciden a usarla con esos fines. De otra forma no es nada más que cables y luces en una caja. ¿Qué posibilidades nos deja el futuro oligopolio televisivo de fortalecer valores cívicos? ¿Ayudarán a formar ciudadanos y no meros siervos que balen al son de la música que los florentinos de turno pretendan imponer? ¿Quién se va a ocupar de la investigación periodística si se aumenta la concentración y los periódicos van muriendo?
Por si esto fuera poco, la ministra que por su prosodia haría palidecer al mismísimo Cánovas (desconocemos si antes o después de muerto) traslada la retórica berlusconiana al debate actual con la frescura de que sólo ella es capaz: "Una menor también puede ponerse tetas sin consentimiento paterno". Cuando Grecia fue derrotada por Atlanta en la organización de las Olimpiadas del centenario, Melina Mercouri, antigua ministra de cultura griega, dijo que la Coca-Cola había batido al Partenón. Lo de hoy es más grave: la dinámica mama-chicho berlusconiana se consolida como la fórmula universal de la libertad: emitimos esto porque es lo que el público quiere. Pues más madera y a callar.
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