ARRANCARON fuerte los de La caja. Sentaron el plató a un hombre de 49 años que había perdido a un hijo, una nuera y dos nietos en el accidente de Spanair del 20 de agosto. E hicieron terapia con él. Frente a las cámaras. También comparecieron una chica que tenía fobia a las cucarachas y una joven deprimida con tres intentos de suicidio y autoestima por los suelos después de una ruptura sentimental.

El formato ideado por Oscar Cornejo y Adrián Madrid presentaba un rótulo inicial advirtiendo que era posible que los espectadores se identificasen con algunos de los, llamémosles, pacientes, pero que no intentasen realizar esa terapia por su cuenta porque podía ser peligrosa. Mejor, pues, acudir a un profesional.

Curados en salud, tras esta indicación a modo de letra pequeña del prospecto, comenzó la exhibición. La enésima prueba de la impudicia a la que ciertas personas se pueden someter ante las cámaras. Aquí no cabe la coartada de El juego de tu vida. No hay dinero en juego. No hay recompensa económica ni resquicio de concurso que valga.

La caja es lo más parecido a una visita al psicólogo con muchos focos y muchas cámaras, también una cenital, para entretenimiento y solaz de los espectadores, que a la vista de los resultados no parecieron muy incómodos ante la dureza de la propuesta. Los participantes en La caja lloraron mucho. Tanto, que cualquier espectador mínimamente sensible debería haberse violentado ante semejante intromisión en la intimidad. Sea porque los cinco millones de seguidores de Aída se lo dejaron en bandeja, sea porque el morbo todo lo puede, un 22 por ciento de la audiencia lo siguió hasta el final, a pesar de lo avanzado de la hora. Siendo testigos de otro punto de inflexión en la historia de la impudicia televisiva.

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