TIEMPO El tiempo en Sevilla pega un giro radical y vuelve a traer lluvias

SI usted nos sigue habitualmente, habrá tenido la oportunidad de leer, en el Magazine del pasado domingo, una excepcional entrevista realizada al escritor Carl Honoré, con motivo de la aparición de su nueva obra, Bajo presión, en la que analiza los problemas actuales de la infancia. En sus respuestas, el entrevistado nos ofrece una visión inteligente y lúcida de los principales errores que estamos cometiendo en la educación de nuestros hijos.

Quiero detenerme hoy en dos de sus afirmaciones porque, a mi juicio, describen el núcleo del desastre. La primera se centra en la hiperprotección con la que pretendidamente les mantenemos a salvo de casi todos los riesgos. Dice Honoré que los niños están siendo criados en cautividad, encerrados siempre en espacios interiores, acompañados y vigilados continuamente. Ya sea porque son pocos, ya porque equivocadamente les trasladamos nuestros miedos, lo cierto es que les estamos robando su propia existencia, convirtiéndola en una carrera vertiginosa, férreamente organizada y cronometrada en la búsqueda del espantajo del éxito. Habría que reparar (y no sólo porque la sobreprotección puede provocarles gravísimos conflictos) en el sentido último de sus derechos, concederles el básico -nosotros lo disfrutamos- de ir enfrentándose al mundo con sus propios medios y a su propio ritmo, de descubrir sus normas, peligros y límites sin nuestra permanente tutela, neurótica y empobrecedora.

La segunda se refiere a la pérdida paulatina, que se observa en los críos, de su capacidad para jugar. Primero, claro, porque, convencidos de la bondad del propósito, hemos disciplinado hasta la asfixia su tiempo. Pero también porque, al sofisticar los instrumentos a su alcance, hemos limitado su creatividad: los ordenadores, la televisión, los supuestos juegos educativos, aíslan al niño y le privan de la función clásica del auténtico juego, esa asimilación pausada y socializada de la realidad que permite incorporarla, revivirla, dominarla y compensarla. El resultado naturalmente es catastrófico. Nuestros hijos se aburren, termina ganándoles primero la soledad y luego la insatisfacción y, acaso, convirtiéndoles en clientes prematuros de psicólogos y psicoterapeutas.

Ahora que con tanta facilidad se abomina del maltrato, a uno le asombra la hipocresía de una sociedad que reacciona en la anécdota (el ejemplo del cachete es proverbial) y, sin embargo, admite y potencia un modelo educativo alienador y profundamente dañino, que está asesinando el espíritu de millones de críos. Hay que recuperar cuanto antes el norte. Y eso pasa, me parece, por respetar escrupulosamente la libertad de cada niño. Ésa que nos avisa de que su vida y su destino son intangiblemente suyos y nos advierte de que a nosotros apenas nos cabrá el mérito de velar para que nada ni nadie se los diseñe, agoste o arrebate.

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