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césar Romero

Escritor

Una celebración también particular

Uno disfruta de su copa en la soledad de la noche, escuchando al gran Sinatra

Como casi todos, uno va cumpliendo años sin darse cuenta, y de repente esa edad con dos dígitos que nunca iba a llegar, tantas eran las ganas de cumplir los diez (no va más de la infancia), queda tan atrás que parece mentira que el uno ya sea un cinco y, con vértigo, se empiece a pensar qué lejos queda aquella inquietud por sumar dos números, y sí, eso que decían los viejos (esto se pasa volando) es verdad, y ya hay menos camino por delante que por detrás. Y es raro, porque hasta ayer mismo nos íbamos a comer el mundo y resulta que él casi te ha comido, pues de pronto un cáncer te va devorando o un infarto te dice hasta luego, Lucas. Y creías que ibas a estar siempre. Quizá no se pueda vivir sin creer que es para siempre, sin pensar que nunca, nunca, se acabará, aunque sepas, acabes sabiendo, desde ese extraño día alrededor de los trece años en que descubres, junto a la existencia de ese placer, y esa condena, que es el sexo, que la vida no es eterna, que tiene una maldita condición, y a la vez bella palabra: finitud.

Uno disfruta de su copa en la soledad de la noche, escuchando al gran Sinatra, y más al golfo de Dean Martin, ese artistazo que nunca se dio importancia, quizá porque sabía, con Gómez Dávila, que alguien sabio a casi nada le da importancia, y menos a uno mismo. O pincha cualquier actuación del elegante Marvin Gaye, ese negro que calza gorros de lana con un estilo que ya quisiera el entrenador de Rocky. O escucha a la dipsómana Judy Garland interpretar Smile de Chaplin. O, en fin, después de cuatro décadas largas de música a sus espaldas, gracias al hermano mayor que cambió los libros por una radio, otras canciones y artistas que, en este año en que el cantante Roberto Carlos (como Dylan, Anka o Simon) cumple ochenta años, le hacen volver la vista atrás y, dejando de lado reparos o complejos de adolescente que se avergonzaría de confesar ciertas debilidades, recorrer la geometría sentimental que las canciones de este brasileño cojo y meloso trazó, mal que nos pese, en buena parte de quienes hoy sobrepasamos el medio siglo y que, a veces, tenemos el deseo de ser nuevamente unos chiquillos.

Si existe el paraíso, para uno estará camino de la playa de Matalascañas, con sus padres y sus dos hermanos un caluroso día de julio en un radiante y destartalado Seat 124 blanco, sin aire acondicionado, claro, y qué poco importa, porque aún piensa que la edad de dos dígitos nunca va a llegar y el calor no quema ni cansa ni agobia, mientras en el radiocasssette -entonces así se escribía- del coche, o quizá en la radio que el hermano mayor lleva siempre sintonizada, suenan los primeros compases del Amigo de Roberto Carlos, ese tema jovial y animoso y extrañamente melancólico que parece que nunca termina de sonar. Y sí, aunque los cantantes que están celebrando su octogésimo cumpleaños y los padres y todo, poco a poco, se vayan silenciando, y acabando, es verdad: nunca acaban.

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