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La tribuna

josé María Agüera Lorente

La ciencia del mal

VEO sus fotos en los medios de comunicación. En una de ellas, sonriente, el que dicen "autor intelectual" de los terribles atentados en París, aparece sentado a los mandos de un cañón antiaéreo. Lo que más me llama la atención de su pose optimista es la forma como señala hacia arriba con el dedo índice de su mano derecha, como si de esa forma declarara su fe en la superioridad de lo sobrenatural respecto de lo natural, de la vida más allá de la vida, negando la realidad última de la muerte.

Abdelhamid Abaaoud, 28 años. No era sirio ni saudí, era belga. Hijo de una familia unida que vive de la tienda de ropa del padre. ¿Por qué quiso matar? ¿Por qué murió? Quiero entenderlo. Desde mi pensamiento construido sobre los presupuestos de la racionalidad, confiado en el poder del conocimiento deseo comprender para poder explicar y juzgar. Rechazo la histeria de las declaraciones grandilocuentes de quienes, en realidad, dan palos de ciego sin llevar a cabo un estudio riguroso del mal que ya parece crónico, y que amenaza, cuanto menos, con debilitar los fundamentos de nuestras europeas democracias. Todo lo que se dice y lo que se propone desde las instituciones políticas y en los foros donde se fragua la opinión pública, ya oído mil y una veces, va desde el ciego prejuicio, pasando por el uso de la fuerza y el reforzamiento de la seguridad (en detrimento de la libertad) a las imprecisas alusiones a las causas históricas, sociales, culturales. Por supuesto -¡no faltaba más!- la religión no es la culpable (forma parte del discurso de lo políticamente correcto el respeto a todo sistema de creencias "espiritual"), y apenas se alude a su financiación y al comercio de armas que abastece a los fanatizados, sin las cuales la magnitud de su daño sería mucho menor. Todo me parece superficial y traumáticamente quirúrgico. Quimioterapia para el cáncer del terrorismo yihadista que también, como en todo tratamiento de esa naturaleza, conlleva la agresión y el consiguiente debilitamiento del organismo sobre el que se aplica; en este caso, nuestras democracias.

Pero ¿qué hay de la conducta de esos jóvenes iluminados cuyas verdades testimonian sembrando la muerte? Nada parece ofrecer una respuesta compatible con los hechos. Los ángeles del mal, los administradores de nuestro miedo, no parecen ser locos, ni necesariamente pobres, ni son extranjeros ajenos a nuestra cultura. Porque, por otro lado, hay multitud de jóvenes pobres, extranjeros y ajenos a nuestra cultura que no desean matar a sus conciudadanos. ¿Entonces habrá que aceptar que la razón no basta para comprender?

Me temo que habrá que asumir, pues, que no sabemos, que no acabamos de entender. El mal siempre ha presentado al ser humano una esencia resistente al entendimiento, dado que parece desbordar el contorno de lo racional. De ahí esa asociación inveterada entre maldad e insania, y por eso el mal tiene lugar destacado en los universos simbólicos que plasman las mitologías y religiones; ¿hace falta recordar, en este sentido, ese símbolo del eje del mal cuya destrucción decretó, precisamente, el cristiano George W. Bush, el mismo que fue identificado con Satán por los radicales dispuestos a matar y morir por el Islam?

Conocimiento es lo que necesitamos para enfrentarnos al terror, no superstición o prejuicio. La buena política exige ese conocimiento, y es incompatible con el simplismo: no hay recetas sencillas que valgan, por muy atractivas que resulten precisamente por su sencillez; la realidad siempre es más compleja. Necesitamos, por así decir, una ciencia del mal. Sin menospreciar la relevancia de otros aspectos de la compleja realidad del terrorismo yihadista, seguramente se precisa un análisis biográfico de quienes provocan los espeluznantes hechos que sacuden nuestras, por lo común, apacibles vidas. Leo en la prensa que en Dinamarca existen programas de prevención del extremismo islamista consistentes en el conocimiento directo y personal de aquellos jóvenes a los que se observan indicios de radicalización, con los que entran en contacto expertos que dialogan con ellos para contrarrestar la influencia de los mensajes que contagian el fanatismo y animan al ejercicio de la violencia: "tenemos que investigar más la vida del terrorista para ajustar nuestras políticas de prevención", es lo que dicen quienes bregan con ellos. Porque necesitamos saber qué diantres pasó en sus vidas que trastocó sus cabezas convirtiéndolos en mártires de la guerra santa.

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