La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

Los cimientos del Sevilla más grande

El argentino gustó aquí porque somos más de la guinda que del pastel, del trincherazo que de una faena bien trabajada

El culebrón del fichaje de Rinat Dassaev, el portero ruso que se cayó al foso de la Universidad por donde ya no corren las aguas del Tagarete, y el de Diego Armando Maradona marcaron aquellos años de finales de los ochenta y principios de los noventa en los que el club rojiblanco era presentado como el Sevilla de la ilusión. Aquellos procesos fueron interminables. En ambos casos hubo verdaderas muchedumbres en el aeropuerto para recibir a los nuevos ídolos. El ruso siempre fue humilde. Hasta debió pasarlo mal en su partido de presentación cuando recibió el saludo del bigotudo Fernando Peralta, el guardameta malagueño del Sevilla condenado al banquillo por efecto de su llegada. Maradona hizo poco fútbol y, como era de esperar, fue siempre más noticia por cuestiones extradeportivas, por su chulería, sus desplantes, sus caprichos culinarios a mitad de la noche en aquel hotel de Benacazón antes de mudarse al chalé de Espartaco, por sus declaraciones... Le vimos un golazo al Sporting de Gijón y decenas de detalles pintureros tan del gusto de esta tierra, que es muy de las guindas más que del pastel, muy de pinceladas, trincherazos y fintas, verbales incluidas. Pero el astro llegó ya en baja forma. Tocado. Como unos años antes pasó con el ruso. Supusieron acontecimientos que nunca olvidaremos. Pero el Sevilla no fue grande hasta que pasó de los personalismos y se convirtió en un equipo con tal cohesión y con los principios básicos tan claros y transmitidos con tanta precisión que se fueron grandes como Kanouté, Ramos o Navas, o se murió Puerta, y los títulos europeos siguieron llegando. Suker y Zamorano fueron memorables. ¿Qué decir del austriaco Polster? Bebeto fue otro que llegó más que tocado también y en sus escasos meses en Sevilla le vimos con más soltura en Jaylu que en el Sánchez Pizjuán. Pero no fueron las estrellas, fue el espíritu de equipo el que llevó a la entidad a ser dos veces considerada como el mejor club del mundo. Tal vez la apuesta por fichar a astros situó en el mapa futbolístico a un Sevilla ambicioso, pero que no pasaba de ganar el trofeo de Estella. Quizás aquellos anhelos por los grandes nombres, aunque ya nos llegaran oxidados, fue el primer movimiento para salir de la mediocridad. Para nosotros queda la oportunidad de haber visto a Diego jugar en el Sevilla. O al Spartak de Moscú en la presentación de Dassaev. También recordamos al verborreico argentino afirmar nada menos que en 1992 que gracias a su llegada la gente sabría situar a Sevilla en el mapa. Nos quedará siempre una duda: hasta dónde pudo haber llegado con una vida ordenada. "¡Y no pueden con él, y no pueden con él!", gritaba el Gol Norte.

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