Alto y claro
José Antonio Carrizosa
Bárbara, el Rey, Jekyll y Hyde
Este verano, durante una reunión familiar, me entretuve calculando cuántos de nosotros vivíamos de un salario público y cuántos teníamos que buscarnos la vida en esa jungla del Amazonas –o del Bronx– que los manuales de economía denominan “sector privado”. Éramos ocho personas, todas pertenecientes a esa clase media en declive que todavía vive más o menos bien pero que tiene dudas muy serias sobre su futuro. Y bien, los resultados del cálculo fueron los siguientes: cinco personas eran empleados públicos y sólo tres vivían –o más bien subsistían– gracias a los ingresos que ellos mismos se buscaban como podían. Dicho de otro modo, cinco personas eran perceptoras de dinero público y tres de ellas eran contribuyentes que hacían posible la existencia del dinero público. En términos futbolísticos, 5-3 a favor del sector público.
Y aquí viene el problema. Según me acaba de soplar el docto señor Google, en España hay casi 17 millones de autónomos y asalariados por cuenta ajena, mientras que el número de empleados públicos, pensionistas, parados e incapacitados –es decir, personas que viven del dinero público– alcanza los 16.000.400. Y esas son las personas contabilizadas, porque es seguro que hay muchas más (por ejemplo, inmigrantes recién llegados que están siendo alojados y alimentados por las Administraciones públicas o bien por las ONG que se financian exclusivamente con dinero público). Dicho en términos futbolísticos, 5-4 a favor del sector privado. De momento.
Cualquier persona medianamente inteligente debería saber que los servicios públicos sólo serán sostenibles mientras haya gente que tenga un negocio o una actividad económica, sea la que sea. Si se pueden pagar los sueldos de los empleados públicos –desde los médicos de la Seguridad Social a los trabajadores municipales de limpieza– es porque hay un humilde quiosco de prensa, por ejemplo, o un modesto taller de lectura (sé de lo que hablo) que dedica una pequeña cantidad de sus beneficios a pagar sus impuestos. Es así de simple, aunque esta verdad elemental de la economía sea una realidad tan desconocida para el gran público como los anillos de Saturno. Resumiendo: si lo decimos en términos del caudillo Sánchez, son los Lamborghinis los que pagan los autobuses municipales, y no al revés. Por muy vulgar que resulte decirlo.
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