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La ciudad y los días

Carlos Colón

La ciudad invisible

EL gran Stefan Zweig, felizmente rehabilitado, revivido por editoriales de prestigio como El Acantilado o reeditado por la Editorial Juventud que fue su gran difusora en España (entre los años 30 y los 60 sus obras fueron popularísimas y estaban en las estanterías familiares de las casas de mis amigos -Jaime, Plácido, Félix, Alberto- de Los Pajaritos, Nervión o el Polígono, en las mías o en las de mi abuelo en Regina: a veces se va para atrás en vez de avanzar), escribió un cuento hermoso y sevillano titulado La colección invisible, que incluyó en el volumen Calidoscopio. Su hermosura le viene dada por esa conjunción entre difícil simplicidad estilística, lucidez para diagnosticar los más complejos problemas que tejen el presente y honda emoción humana que hacen la grandeza de Zweig. Su carácter sevillano procede de la terrible y conmovedora historia que narra: al quedarse ciego, un pequeño funcionario que había dedicado su vida a coleccionar con grandes sacrificios grabados de los más famosos maestros, vive la dura posguerra alemana de los años 20 en la feliz ignorancia de que su familia se ha visto obligada a ir vendiendo los grabados para sobrevivir, sustituyéndolos por malas copias que el pobre hombre enseña con orgullo y disfruta como si fueran los originales.

Este cuento, me sugiere mi buen amigo de todas las mañanas, podría tener una espléndida versión sevillana: un pobre hombre enamorado de la ciudad, uno de esos desdichados para los que Sevilla es una razón para vivir además de un lugar en el que hacerlo, se queda ciego al empezar la destrucción de la ciudad que los ayuntamientos franquistas iniciaron y este que se dice de progreso está ultimando; ignorante del vulgar mamarracho en que la ciudad se ha convertido, pasea por ella acompañado por un amigo compasivo que lo mete en un tugurio diciéndole que es Los Corales, lo sienta en una aberrante recreación de lo sevillano al estilo de Las Vegas haciéndole creer que es el Laredo de siempre, se inventa la película que están dando en un San Fernando que sigue en pie o un Llorens y un Pathé que siguen abiertos, se para ante los imaginarios escaparates de Pascual Lázaro y Sanz para comentarle las últimas novedades editoriales y se sienta con él en los bancos de la plaza del Duque ponderando su bien conservada armonía y la belleza de sus palacios.

Alguien hubiera debido escribir un cuento así, y llamarle La ciudad invisible. En su ausencia nos sirve el de Zweig. Al fin y al cabo, una ciudad es una obra de arte comparable a los grabados de Durero que el pobre ciego creía seguir disfrutando mientras acariciaba copias baratas.

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