CUANDO termine este año de desgracia de 2009 las organizaciones de consumidores habrán recibido y gestionado alrededor de dos millones de consultas y reclamaciones. ¡Qué manera de reclamar! El español está pasando de cascarrabias a exigente. Siempre ha sido maltratado por las compañías de servicios, los bancos y la Administración, y lo ha soportado con una mezcla confusa de estoicismo y blasfemia, ira sofocada y protestas de barra de bar. Pero de un tiempo a esta parte ha pasado a la acción. Mejor dicho, a la reclamación.

¿De qué se quejan los españoles por escrito y con deseo de solución? Pues un poco de todo. De lo que más, de las empresas de telefonía fija y móvil, los impuestos -naturalmente-, la vivienda y las entidades financieras, por este orden. Hay también reclamaciones anecdóticas, muy inferiores en número, pero reveladoras de un estado de cabreo generalizado. En El País leí que un comprador protestó porque una bolsa de patatas fritas estaba más vacía de lo normal -resultó que era falso- y que otro pedía daños y perjuicios porque el perro mascota que había adquirido creció más de lo previsto. Un tercero presentó su reclamación porque se le rompió un preservativo, dijo él, y su pareja se quedó embarazada. Quería que el fabricante del condón se hiciera cargo de los gastos de manutención del hijo que iba a nacerle. Yo creía que estas cosas sólo se les ocurrían a los abogados en Estados Unidos.

Esta fiebre reclamante debe tener mucho que ver con la crisis, claro es. La recesión ha reducido notablemente el poder adquisitivo, y ello hace que se mire por el rendimiento de cada euro y se disputen los derechos de consumidor hasta el detalle. Por el lado de la oferta, las compañías buscan la máxima reducción de costes, con el consiguiente deterioro de los servicios prestados, y la captación de nuevos clientes e ingresos extraordinarios con fórmulas que distan mucho de la ética.

Una de las prácticas que la clientela lleva peor es la deslealtad de sus empresas de toda la vida. Piensen en las atractivas ofertas que las empresas telefónicas, en su competencia, plantean a los nuevos clientes, mejorando progresivamente y sin cesar las condiciones contractuales y las tarifas de los que llevan años abonados a ellas. Tratar bien a los clientes potenciales -recién llegados, si es que los convencen-, supone en cierto modo maltratar a los que han sido fieles durante mucho más tiempo. O piensen en los bancos, que cada varios meses sacan al mercado un depósito más remunerado que el banco de al lado, y mejor en todo caso que el que han estado vendiendo a sus impositores tradicionales.

En esto de reclamar parecemos un país civilizado.

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