La tribuna

Manuel Ruiz Zamora

El club de los inocentes

Araíz de la irrupción en la campaña electoral de la Plataforma de Apoyo a Zapatero, se está produciendo en la prensa española un interesante debate sobre el desencuentro histórico entre la derecha política y esa nebulosa que se conoce como "mundo de la cultura", en el que ha abundado en este mismo periódico Carlos Colón. A tal respecto, se encuentra ya en las librerías la apasionante biografía que sobre Willy Münzenberg ha escrito Babette Gross, la que fue su compañera durante los últimos veinte años de su vida. Aunque no mucha gente sabe quién fue este personaje, su intervención ha sido verdaderamente determinante en la historia europea del pasado siglo. Infatigable apóstol del comunismo, en cuyo agente más activo se convirtió, Münzenberg llegó a la conclusión, tras el triunfo de la revolución en la Unión Soviética, de que la internacionalización de ésta sólo podría tener lugar mediante una estrategia propagandística que fuera preparando el terreno para el momento decisivo de la lucha final.

Consciente de la repercusión que los intelectuales y artistas podían tener en la opinión pública, así como de las infinitas posibilidades que ofrecían los medios de comunicación de masas, organizó una pantalla de movimientos pacifistas y causas solidarias, financiados desde la URSS, en los que fue involucrando a los nombres más representativos de la cultura de la época: André Gide, H.G Wells, Bertrand Russell, Pablo Picasso... Así, mientras que en la Rusia de Stalin miles de sus colegas eran exterminados en los eufemísticamente denominados campos de trabajo, éstos y otros muchos escritores y artistas captados para la causa se dedicaban, si no a cantar explícitamente las excelencias del paraíso comunista, sí a disparar sus dardos más envenenados contra el que consideraban el verdadero enemigo: las decadentes y corrompidas democracias occidentales. Dentro de los círculos más integristas del Partido se les conocía como "compañeros de viaje", pero Münzenberg, mucho más consciente de la verdadera naturaleza de esa relación simbiótica, les llamaba simplemente "el club de los inocentes".

Por supuesto, esta historia no explicaría por sí sola la aplastante patrimonialización del gremio de la cultura por parte de la izquierda, pero ha incidido de forma decisiva en la conformación de ciertos automatismos ideológicos que todos asumimos sin advertir hasta qué punto están viciados precisamente por su origen propagandístico. Es harto significativo, por ejemplo, que Carlos Colón en su artículo, a la hora de buscar escritores que hayan girado en la órbita de la derecha, sólo alcance a recordar ejemplos de corte inequívocamente reaccionario (Chateaubriand, Chesterton, etc) como si no hubiera habido grandes pensadores que, incluso en los tiempos más difíciles y oscuros de polarización ideológica, supieron mantener posiciones que contempladas desde hoy nos resultan heroicamente progresistas y liberales. En nuestro país, sin ir más lejos, contamos con la figura insustituible de Ortega y Gasset y su famoso "No es esto, no esto", cuando la República comenzó a escorarse de forma peligrosa hacia planteamientos muy próximos a los de la izquierda más totalitaria. Pero también en Europa de habido grandes paladines de la democracia que fueron lapidados, desde posiciones de izquierda, con los sempiternos epítetos de colaboracionistas, reaccionarios o, simplemente, fascistas: hablamos de personajes de la talla de Isaiah Berlin, Raymond Aron, Jean François Revel...

No obstante, para comprender exactamente cuáles son las causas de esa relación de interdependencia entre la izquierda y el mundo de la "cultura" habría que despojar a este término de toda una serie de adherencias mitológicas que proceden, en parte, de esa instrumentalización políticamente interesada a la que se hacía referencia. La cultura, en la acepción convencional que le asignan tanto Colón como Juan Manuel de Prada en el artículo que le sirve de referencia, se ha ido convirtiendo en una especie de sucedáneo laico de la religión que puede prestar, en el plano político, servicios verdaderamente inapreciables. Es en ese contexto en el que hay que entender la guerra de declaraciones que se ha producido entre los obispos, por un lado, y los artistas, por otro. Por supuesto, resultaría un error despachar a creadores como Pedro Almodóvar, Serrat o Concha Velasco tildándoles de "paniagudos y titiriteros", pero también lo sería pensar que su profesión otorga a sus opiniones una dimensión intelectual superior a las que puedan tener las de un carpintero, un antenista o un empleado de banca. Y, desde luego, siguen cumpliendo a la perfección la función instrumental que Münzenberg visionariamente supo asignarles.

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