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Relatos de verano

Nerea / Riesco

Ni colorín, ni colorado (IV)

La inauguración de Ni colorín, ni colorado se convirtió en el acontecimiento de la temporada. Monsieur Farrugia pasó el último mes organizando cada detalle, estudiando cada una de las reglas que el protocolo exigía e incluyendo algunas que a partir de ese día se pusieron de moda. Cuando la librería abrió por primera vez sus puertas, resultó ser un lugar amplio, cubierto de estanterías de madera que iban del suelo al techo, con una sinuosa escalera de caracol en el centro custodiada por lámparas de gas con las formas de Calíope y Érato, las musas griegas de la literatura épica y romántica. Su esplendorosa anatomía, intentaba disimularse con un velito insignificante que dejaba al aire uno de sus pechos y sus generosas nalgas. Pero aquella luz artificial que las musas portaban guiando a los clientes hasta el piso superior, no era más que una licencia del decorador que estaba entusiasmado con el modernismo. En realidad la librería no necesitaba más luz que la natural que se filtraba a través de la cúpula de vidrios de colores que cubría la totalidad del techo.

Según entraban los invitados un suspiro se quedaba atrapado en sus gargantas. Jamás habían visto un negocio tan elegante. Las familias más puntillosas de la alta sociedad parisina olvidaron por completo su natural predisposición a recelar de las personas que carecían de referencias documentadas porque se corrió la voz de que monsieur Farrugia pertenecía a los Farrugia e Farrugia de Melk, unos libreros italianos sospechosos de contar con ciertas tonalidades de azul monárquico corriendo por sus venas. Por eso, a pesar de que nadie le conocía en persona, todos estaban deseando encontrarse al anfitrión.

Pero monsieur Farrugia llevaba muchos años entrenándose en el arte de crear expectación y sabía perfectamente cómo despertar el interés de la gente. Sabía aplazar la consecución de los deseos para multiplicarlos, para conseguir que la tensión se convirtiese en un delicioso cosquilleo en la parte más profunda del vientre… hasta que el placer estuviese a punto de costar una lágrima.

Se te helará la luna y el arbolito y la garganta se te helarán los labios y los disfrutes y la vida todo está listo no lo harás en vano

Esperó escondido tras la estantería del fondo, la que era una entrada secreta a su casa. Esperó a que llegasen los invitados, esperó a que se sirviese el champagne, esperó a que se comieran los canapés y comenzaran a impacientarse, esperó con el corazón encogido, hasta que, por fin, la vio. Allí estaba Luz. Llevaba zapatos y eso le despistó en un primer momento, pero el tiempo no le había robado un ápice de su encanto. Dos mechones de cabello caían formando ondas sobre sus hombros y pudo ver que su sombra reflejada en la pared aún conservaba los contornos de las alitas de alambre y tul en la espalda. Sin duda era ella.

Respiró hondo un par de veces hasta que el valor regresó del limbo de los apocados y entonces hizo su aparición estelar en lo más alto de la escalera de caracol. Tal y como siempre lo había imaginado.

-Señoras y señores -dijo con la mejor de sus sonrisas-. Soy monsieur Farrugia y les doy la bienvenida a Ni colorín, ni colorado. Para celebrar este dichoso momento, quiero que cada uno de ustedes elija un libro. Hoy invita la casa.

Bajó las escaleras muy despacio, consciente de la expectación que despertaba. Escuchaba los cuchicheos sobre su elegante traje de terciopelo azul marino, la esbeltez de su figura… No daba dos pasos sin que alguien le parase para hacerle un cumplido. Todos querían invitarle a tomar el té a sus casas, algunos padres le presentaron a sus hijas casaderas y algunas hijas casaderas dejaron caer delicadamente sus pañuelos delante de él, parpadeando de forma coqueta. Monsieur Farrugia les sonrió con gentileza; repartió apretones de mano a los hombres y cumplidos a las damas pero no apartó ni un minuto los ojos de su amada Luz. Caminaba sola junto a las estanterías, con la mirada baja, parándose en ocasiones a ojear algún volumen.

-¿Ha elegido ya su libro? -le dijo él interponiéndose en su camino.

Luz se sobresaltó pero al tenerlo de frente se sintió segura, como hacía mucho que no se sentía.

-¿Nos conocemos? -le preguntó.

-No lo creo. Acabo de llegar a París. Le recomiendo éste -dijo él cambiando de tema, sacando de un estante un tomo forrado en piel de cabritilla.

Una hoja suelta se deslizó de las páginas del libro y cayó al suelo. Monsieur Farrugia se agachó a recogerla.

-Parece que se trata de un mensaje para usted -le dijo entregándole la nota.

-¿Para mí…? -Luz lo leyó intrigada.

Ocurre que tu sonrisa es la sobreviviente la estela que en ti dejo el futuro la memoria del horror y la esperanza la huella de tus pasos en el mar el sabor de la piel y su tristeza

Pero antes de que a ella le diese tiempo a deshacerse de la confusión y preguntar qué significaba aquello, un hombre barrigudo con pelo y ojos de rata sarcástica les interrumpió.

-Llevo toda la noche buscándote -le dijo a Luz, y volvió su mirada para añadir-. Así que es usted el famoso monsieur Farrugia. Querida, ¿le has contado a este señor que nosotros también tenemos una librería? Entre otros negocios, claro. Pero de eso ya hablaremos otro día… ahora tenemos que irnos.

Agarró a Luz por la cintura. Ella se dejó guiar casi como una niña sonámbula, aún con la nota aferrada en su mano derecha.

-¡Esperen! -les detuvo monsieur Farrugia alcanzándoles antes de que saliesen por la puerta-. Me gustaría que me diesen su opinión sobre la cúpula de cristal que hice instalar en el techo.

Y entonces ella levantó por primera vez en ese día sus ojos azabaches y vio aquella vidriera de colores inmensa en la que aparecía representado un viejo roble. Sobre él estaba escrita una frase.

-Preciosa vidriera… sin duda -respondió el marido de Luz sin prestar mayor atención.

-No te salves -leyó ella en voz alta mirando interrogante a monsieur Farrugia.

Pero no le dio tiempo a nada más. Su marido la guió calle abajo y desaparecieron en la niebla.

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