El poliedro

El comunismo empresarial emerge

El tejido empresarial sufre un trastorno bipolar entre grandes corporaciones y débiles microempresas

HACE unos días leí a un compañero en estas mismas páginas que a veces es mejor que los sueños no se hagan realidad. Se refería al sueño liberal -lo que aquí conocemos por liberal, es decir, antipúblico- de desmontar el Estado del Bienestar para liberar las sabias fuerzas del mercado. Y sí, lo desmontamos, pero no por nuestra propia mano, sino forzados por las circunstancias. A la fuerza, vendemos o quemamos nuestro patrimonio; el común, el público, el que tan poco valoran -salvo, por ejemplo, para operarse gratis y con garantías en la Seguridad Social- quienes de pronto degustan el irresistible sabor del éxito empresarial o profesional, y descubren que lo común es una rémora. Nos hacemos yanquis de pacotilla, y a la vez empobrecidos economistas de calle de la Argentina de el corralito. Norte pero Sur, mezcla e indefinición: una mala situación estratégica. En el fondo, no es sino esa misma contradicción la que impera en el escenario económico.

Las empresas grandes mueren menos que las pequeñas en este largo y tortuoso camino que emprendimos, sin previo aviso, hace unos tres años. La mayor concentración de riqueza en pocas manos es una de las consecuencias de toda crisis económica. También el mundo empresarial reduce su número de agentes. Las empresas familiares -un modelo antinatural a la larga- son pasto de las llamas en primera instancia. El muchas veces sumergido y muy desprotegido mundo del autónomo también es víctima propiciatoria. Cuando las relaciones económicas se vuelven más salvajes, sobreviven las grandes corporaciones. O sea: el "búscate la vida o muere" convive con las superburocracias empresariales, grandes empresas que emplean a millares de personas. Algo, en esencia, muy poco diferente de los fracasados esquemas estatalistas. La mayor parte de la gente en los países desarrollados vive y vivirá su vida laboral en burocracias de planificación centralizada llamadas empresas, en entidades que buscan contratos y suministros al más largo plazo posible. De la misma forma que rige la bipolaridad laboral empleado maduro, seguro y bien remunerado vs. empleado precario, dispuesto y bien formado, las relaciones económicas parecen condenadas a la bipolaridad: grandes empresas que emplean a la mayoría con condiciones salariales extremas, junto a miríadas de pequeños empresarios que sobreviven al albur y a expensas de aquellas. Al Estado no se le espera, está ingresado. Un Estado que recorta en mayor medida su inversión que su gasto: sueldos y prestaciones irracionales para los políticos, entidades superpobladas de levantadores de mano como el Senado o los parlamentos autonómicos, coches oficiales, dietas para políticos… que deberían ser sustituidos por funcionarios de carrera que garanticen una mayor independencia en la gestión de las instituciones. Mutilar la inversión pública que nutre el tejido empresarial y maquillar los recortes de gasto (salvo los hachazos a los funcionarios de a pie): justo la combinación de política presupuestaria que más daño hace al sector privado, que, no lo olvidemos, es el único potencial recuperador de empleo.

Y, de pronto, gritamos "¡albricias!" al saber que China, la verdadera gran empresa global planificada y burocratizada, va a colocar en nuestra economía un montón de sus enormes sacos de dinero líquido. Aliviará las tensiones de nuestra deuda y, de paso, se posiciona en nuestra economía de una forma bien distinta que la habitual de polígono con tienda de todo y todo barato, esas naves y megatiendas cuya generación espontánea hace pensar que, efectivamente, fueron la pica en Flandes del Imperio Naciente: "Primero, mandamos emisarios con dinero fresco, cuyo origen era posiblemente tan soberano como los fondos oficiales que ahora han venido para quedarse". El nuevo comunismo empresarial asoma las orejas por distintos frentes.

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