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EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

La confesión

Atodos nos cuesta mucho reconocer nuestros errores. No conozco a nadie a quien le guste admitir que ha hecho algo mal, porque todos creemos que esa confesión significa reconocer que somos torpes o indignos de confianza, incluso en el caso de que nos hayamos equivocado actuando de buena fe. Supongo que esa reticencia a reconocer nuestros errores procede del recelo que nos despierta la palabra "confesión", una palabra que nos evoca los tristes confesionarios de las iglesias o los sótanos de las comisarías donde un detenido firma de madrugada la "confesión" de su crimen. Eso explica que nadie quiera perder su crédito, ni quedarse indefenso ante las posibles maquinaciones de los demás, y sobre todo, convertirse en un torpe delator de sí mismo.

Pero nos equivocamos al actuar así. Confesar los errores es una de las mayores grandezas que podemos alcanzar en esta vida. Lejos de empequeñecernos, ese reconocimiento nos hace más grandes y más dignos de inspirar confianza. Y lejos de convertirnos en unos tontos sin remedio, esa confesión nos permite estar mucho más preparados para evitar nuevos errores. Reconocer un error no es una muestra de vulnerabilidad ni de insignificancia, sino de todo lo contrario. Y sólo podemos fiarnos de verdad de quien reconozca haberse equivocado en algo, porque los que alardean de hacerlo todo bien y de no equivocarse nunca sólo pueden ser unos fantoches muy peligrosos que no saben hacer una o con un canuto.

Digo todo esto porque Zapatero todavía no nos ha explicado -de forma pausada y razonada, se entiende, y no en un mitin- por qué tuvo que tomar las medidas de recorte de los derechos sociales que han provocado la última huelga general. Que yo sepa, no ha explicado aún cómo están las cuentas del Estado, y cuál es nuestro nivel de deuda pública, y por qué se tenían que tomar unas medidas drásticas, aunque también imprescindibles -imagino- para evitar la bancarrota de este país. Eso era algo muy fácil de hacer y que todo el mundo esperaba -o incluso exigía-, y sin embargo no lo ha hecho. Zapatero sólo tenía que dirigirse al país con tranquilidad, sin politiquerías, diciendo lo que había pasado el día que tuvo que tomar las medidas. Quizá sólo tenía que explicar que las decisiones importantes se toman en Bruselas y no aquí. Quizá sólo tenía que haber contado que se pasó una noche sin dormir. Quizá sólo tenía que haber dicho que era humano y que se había equivocado.

Hubiera bastado eso, sólo eso, y de inmediato habría recuperado el crédito perdido entre la ciudadanía y entre muchos militantes de su propio partido. Por desgracia ha hecho todo lo contrario. Y Rajoy, otro que tal, también sigue fiel a su estilo de no hablar claro ni dar la cara. Qué pareja nos ha tocado.

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