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Opinión

Carlos / Colón

La corrección como límite y mérito

COMO crítico de cine, mi padre tenía olfato para descubrir talentos. Un día nos llevó al Goya a ver Ya eres un gran chico, obra de un director entonces desconocido llamado Francis Coppola; otro, al Gran Plaza a ver la obra de otro desconocido. Era Propiedad condenada de Sydney Pollack, interpretada por un casi debutante Robert Redford que sería uno de sus actores fetiche, cuyo guión había escrito Francis Coppola. Ambas películas eran de 1966 y los dos directores representaban la renovación del cine norteamericano en la segunda mitad de los 60. Los maestros de la era clásica estrenaban sus últimas películas -ese mismo año el más grande, Ford, se despedía con Siete mujeres- y en Hollywood convivían los realizadores maduros de los años 40 y 50 (los Zinnemann, Huston, Wilder, Preminger) con los modernos que desembarcaban desde la televisión y el teatro: Blake Edwards se había consagrado en 1961 con Desayuno con diamantes; Roy Hill se había dado a conocer con Juguetes en el ático en 1962, año en el que Arthur Penn y Robert Mulligan habían logrado sus primeros éxitos con El milagro de Anna Sullivan y Matar a un ruiseñor; Mike Nichols debutaba en 1966 con ¿Quién teme a Virginia Wolf? y Alan J. Pakula lo haría en 1969 con The Sterile Cuckoo.

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