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La tribuna

Antonio Porras Nadales

La crisis de los reguladores

EN las estrategias de respuesta a la crisis parece que vamos descubriendo lo más elemental: a saber, la vieja y eterna clave de que el Estado tutela la seguridad del sistema.

Sin embargo, toda crisis de dimensión mundial debe imponer al mismo tiempo un esfuerzo de reflexión y de autocrítica; un balance de lo que hemos hecho mal y debe ser revisado. Y en ese ejercicio de autocrítica hay que hacerle un hueco a la propia esfera jurídica y, en particular, a los llamados organismos o agencias "reguladoras" que han tenido tan amplio desarrollo de las últimas décadas.

En la evolución general del Estado intervencionista contemporáneo se entendía que las medidas de privatización del sector público económico, que comenzaron durante los años setenta, tenían que ir acompañadas de todo un conjunto de medidas de regulación con el objetivo de asegurar que determinados sectores o servicios públicos privatizados y gestionados desde el sector privado siguieran atendiendo adecuadamente a las necesidades públicas y al interés general.

En teoría, la regulación consistía, pues, en todo un conjunto de medidas de control que el Estado transfería a agencias independientes para asegurar que el sector privado pudiera gestionar adecuadamente sectores o servicios que con anterioridad tenían un carácter exclusivamente público. Era como una especie de hallazgo para la acción pública, donde las tradicionales fronteras entre lo público y lo privado parecían disolverse, implicando en consecuencia que todo operador privado actuaría conforme a ciertos criterios de responsabilidad pública, respetando así el interés general.

Bajo estos parámetros han surgido tanto en España como en los restantes países democráticos todo un conjunto de agencias independientes con funciones regulativas en muy diversos sectores. La regulación parecía ser como el marchamo que aseguraba el cumplimiento de responsabilidades públicas por parte de los operadores privados, asegurando al final el buen funcionamiento del sistema.

Algunos sectores de la doctrina ya habíamos venido advirtiendo de que la noción de "regulación" se estaba convirtiendo en una especie de categoría mágica de la que se abusaba excesivamente; que a veces se aplicaba precipitadamente la noción de "regulación" a determinadas medidas y actuaciones que en realidad escondían una pura y simple "desregulación"; o sea, una ausencia total de controles. Hemos venido comprobando durante años cómo determinadas agencias reguladoras se dedicaban a la mera contemplación de la realidad sin adoptar medidas efectivas de control; cómo se limitaban a aplicar la máxima de Adam Smith de dejar hacer y dejar pasar, sin cumplir adecuadamente con sus auténticas funciones regulativas. O sea, hemos comprobado cómo la regulación equivalía en la práctica a la pura desregulación.

Entidades, comisiones o agencias dedicadas a regular sectores concretos del mercado parecían dedicadas estérilmente a la pura contemplación pasiva de la realidad, y sólo de forma puntal y episódica intervenían para imponer sanciones simbólicas e inefectivas. Empeñados en el espejismo del puro formalismo jurídico, hemos seguido entendiendo por regulación lo que en la práctica era una simple merienda de negros: la más pura y dura desregulación.

Es posible que en esta negligencia haya una importante cuota de responsabilidad del Estado y de los juristas que deben trabajar a su servicio. La regulación se convertía en un gran mito que en la práctica revestía la forma de una carcasa vacía: mera fachada formal tras la que se esconde una grave ausencia de parámetros o medidas efectivas de control. Hemos vivido durante años en el sueño de que amplios sectores de nuestra realidad social y económica estaban controlados cuando en realidad operaban en la más pura ausencia de controles, es decir, salvajemente desregulados.

Para el pensamiento jurídico, la reflexión debe hacernos considerar la inutilidad de utilizar categorías formales prescindiendo de la auténtica sustancia material del derecho. Nos permite comprobar que, durante décadas, nuestra capacidad creativa para diseñar nuevas formas de control de la realidad estaba en realidad reflejando una patética vaciedad de ideas y de argumentos, una carencia de medidas para disciplinar la realidad conforme a parámetros de racionalidad jurídica al servicio del interés general.

Seguramente es una lección para no olvidar: o al menos para conseguir que los instrumentos jurídicos se conviertan por fin en una palanca al servicio del progreso social y dejen de ser unos mecanismos estériles e inoperantes al servicio de la pura conservación de la realidad existente.

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