Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Una crónica muy poco política del 26-M

En el colegio electoral la ceremonia del voto, con los acólitos con sus escapularios de colores colgando del cuello

Camino del periódico intentando hacerme a la idea del enclaustramiento dominical que me espera me cruzo con una procesión de barrio. Es una custodia bajo palio portada por el sacerdote acompañado por un cortejo reducido y una banda de música kilométrica que va más allá del estricto cumplimiento de su contrato. Envuelto por la fanfarria me acuerdo de los de Vox cuando afirman que estas manifestaciones religiosas, tan nuestras, sufren persecución y escarnio y sus practicantes son objeto de cruel vilipendio. Será por eso que la procesión va escoltada por motoristas de la Policía Local, que además cruza uno de sus coches en la calle cortando el tráfico para que los devotos -y la banda- puedan concentrarse en lo suyo y desfilar tranquilos.

La primera terraza, bien expandidas sus mesas y sillas, por la que paso está atestada de valencianistas con los dulces estragos de la victoria de la noche anterior en los ojos dando cuenta de un desayuno de campeones. Y pienso que ese mismo rostro lo tendrán mañana -por hoy- los partidarios y correligionarios del candidato ganador de las elecciones municipales, el nuevo (o no tan nuevo) alcalde. No veo ningún barcelonista hasta que me cruzo con una mustia pareja de gais puretas -más o menos de mi edad- que arrastran la contricción de haberse metido entre pecho y espalda tantas millas para nada (¿irían también a Liverpool?). Uno de ellos rumia el fiasco apretado en una zamarra vintage, de cuando a su equipo lo vistió la marca Kappa, mientras que su pareja se ha decidido por una camiseta de la Juventus. Ofrecen una imagen pesarosa de Europa en una jornada como esta, también de elecciones al Parlamento de la Unión. Y pienso que ese mismo rostro lo tendrán mañana -por hoy- los partidarios y correligionarios del candidato perdedor de las elecciones municipales, que se queda con las ganas de ser el nuevo (o no tan nuevo) alcalde.

Es pues una soleada mañana de domingo muy sevillana: la procesión por el barrio, el cielo azul sin nubes, las calles sucias con sus aceras pringosas, el sol ascendiendo y el calor aumentando, con el termómetro del puente marcando ya a las once 31 grados, un objeto de interés fotográfico para las turistas que exhiben sus piernas protodóricas embutidas en unos shorts minúsculos.

Y después, en el colegio, ante la urna, la ceremonia del voto, con todos esos oficiantes y acólitos a los que les cuelga del cuello su escapulario de colores rojo, azul, naranja o verde y que te animan a participar de su religión -y sobre todo a creértelo todo- en esta mañana de domingo, otra vez, otra vez, electoral.

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