La tribuna

José Joaquín Castellón

El crucifijo, la víctima y el crucificado

ME duele profundamente la cola que se forma en mi parroquia cuando Cáritas tiene día de acogida. Me llena de impotencia dolorosa el relato reiterado del matrimonio joven con hijos, con hipoteca y sin trabajo. Me remueve por dentro, como a cualquier sacerdote con parroquia, la confesión de la madre anciana que estira tanto su pensión para ayudar a su hijo que tiene que comer todas las noches un poco de pan tostado, porque no tiene para más… Y algunos con polémicas de crucifijos. Veo, ahora mismo, por la ventana a una persona buzoneando publicidad: ¿Un muchachillo joven para pagarse sus caprichos, que se inicia en el mercado de trabajo? No, un hombre de más de cuarenta que, seguramente, no sabe cómo sacar su casa adelante. Y algunos con polémicas de crucifijos…

Yo estudié en un instituto público, en aulas donde no había crucifijos. La polémica de los crucifijos me parece vacua y estéril. En un Estado aconfesional no debe imponerse ninguna confesión religiosa (bien). En un Estado aconfesional, los símbolos y las celebraciones religiosas, mientras que no incapaciten el desarrollo personal, no deben dificultarse (claro). En un Estado aconfesional, si unas determinadas creencias y prácticas religiosas favorecen la cohesión social y la realización personal deben facilitarse y apoyarse, como cualquier otro tipo de creencias y prácticas no religiosas (evidente). Y a pesar de lo evidente de estas tres afirmaciones, desde las propias leyes y desde la práctica política se discrimina a las instancias religiosas críticas con el poder, no a la religiosidad popular más tradicional y folclorista, en absoluto.

La polémica sobre la laicidad del Estado se vuelve preocupante cuando la inquina antirreligiosa lleva a justificar los malos tratos, la violación y el asesinato de una mujer por el simple hecho de ser monja, y a burlarse encima de ella. Me asusta que un grupo social influyente esté aquejado de un profundo fanatismo anticristiano. Como todos los fanatismos, está siendo fuente de violencia, marginación y condenas.

El problema no está en quitar el crucifijo de las aulas de un colegio. El problema está en que con el crucifijo -que pudo ser símbolo de un maridaje contra natura de la Iglesia y el Estado- se quiera olvidar la trascendencia que tienen las víctimas y los más pobres, la trascendencia de los valores, para la humanización de nuestra sociedad.

Jesús de Nazaret, tomada su figura socio-históricamente, inició el camino de la sociedad respetuosa con los derechos humanos y entregó su vida en esa lucha. Proclamó la primacía de los derechos de cada persona por encima de cualquier ley. Exigió la centralidad de la justicia y la misericordia en cualquier ordenamiento social y en cualquier vida que quiera ser auténticamente humana. Defendió que nunca la venganza y el odio, incluso ante quien nos hizo daño, puede ser camino moralmente justificable. Reconoció la dignidad humana de los pobres, los discapacitados y las mujeres, a quienes en aquel tiempo se negaba. No quiero reducir la misión de Jesucristo a un ámbito exclusivamente político, sólo reseñar las consecuencias socio-políticas de una misión que para los creyentes tiene mucha más riqueza y profundidad.

Puede ser que al quitar al crucificado de las paredes, los estén sustituyendo posters de Melendi o Enrique Iglesias, y que el horizonte vital de nuestra sociedad sea el de estos muchachos que cantan.

Erradicando todo valor trascendente de nuestra sociedad, el único valor que perciben nuestros niños y jóvenes es el del consumismo individualista. Al erradicar toda trascendencia corremos el peligro de que nuestros niños y jóvenes, buscando la felicidad, se detengan entretenidos -alienados, explotados, despersonalizados- en un sin número de reclamos fugaces.

Sin valores trascendentes, sean religiosos o no, sin valores que sean más grandes que nuestra propia decisión y nuestra propia voluntad, hasta la solidaridad se convierte en una experiencia pasajera que una vez vivida se supera y se presume de ella desde una vida cálida, aburguesada, egocéntrica, alienada. Lo más rojo de algunos está ya en la barra de labios.

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