En el fragmentado, confuso e histriónico Congreso de los Diputados que hace una semana invistió a Pedro Sánchez como presidente del Gobierno conviven, en armonía manifiestamente mejorable, 19 siglas diferentes. Si hacemos un recorrido por el mapa de España veremos que todas y cada una de las comunidades que lindan con el Norte tienen una representación regionalista o incluso localista: Galicia, Asturias, Cantabria, Navarra, Aragón y, por supuesto, el País Vasco y Cataluña. Y además de todas éstas, Valencia y Canarias. Andalucía solo tuvo una vez representación propia en el Parlamento y hace tanto tiempo de ello que ya se ha perdido en la memoria. El Partido Andalucista fue un fiasco que se fue diluyendo gracias a sus errores y a la acción zapadora del PSOE, que supo sumar a sus siglas lo que era una incipiente conciencia nacionalista escorada hacia la izquierda. Ahí está un poco la clave de por qué las tentativas de crear un partido netamente andaluz han fracasado, a pesar de los intentos que desde un centro moderado hizo en los comienzos de la Transición Manuel Clavero Arévalo y el más sólido de Alejandro Rojas Marcos, que malvivió hasta hace relativamente poco tiempo. En el primer caso, el de Clavero, a Andalucía le faltaba una burguesía emprendedora e ilustrada que impulsara una opción nacionalista como la que ya estaba arraigada en el País Vasco y Cataluña y en el segundo, el del Partido Andalucista, ni supo encontrar su camino ni el PSOE le permitió que lo buscara.
Pero, como denominador común, los nacionalismos que triunfaron en España después del franquismo tenían un anclaje histórico y, sobre todo, habían nacido para defender privilegios económicos y sociales. En Andalucía no se daban ninguna de esas circunstancias, más bien las contrarias. Ahora la fragmentación parlamentaria de esta legislatura refleja tanto los nacionalismos de toda la vida como otros nuevos con características de intereses localistas, como pueden ser el partido cántabro de Miguel Ángel Revilla y el caso de Teruel Existe, que recoge el impulso de lo que se ha denominado con el pretencioso nombre de la España vaciada. Pero veremos todo esto en qué queda. Lo que sí está claro es que Andalucía no puede sumarse ni a los que defienden privilegios ni a los que tienen aspiraciones localistas. Su defensa debería venir del uso de las instituciones autonómicas para exigir sus reivindicaciones y defender la igualdad de trato para todos los territorios del Estado. Y es una pena que eso se haya hecho siempre pensando más en los intereses de partido que en los de Andalucía. Lo hicieron los socialistas durante décadas y parece que ahora los nuevos gobernantes de la región lo hacen con parecido o incluso mayor entusiasmo.
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