DERBI Betis y Sevilla ya velan armas para el derbi

Todo ejercicio efectivo de las potestades de control jurisdiccional debe ser saludado siempre como una muestra de salud democrática. El imperio de la ley y la vigencia efectiva del Estado de Derecho constituyen los cimientos imprescindibles sobre los que se construyen los principios de convivencia civilizada en las sociedades actuales.

Es cierto que, históricamente, los estados monárquicos han mantenido de forma difusa ciertas esferas de inmunidad en torno a la figura del jefe del estado (cabría decir, pues, que también en el "entorno" familiar del propio rey); pero tal fenómeno parece tener más congruencia en un sistema de constitución no escrita, como el británico, donde la Corona se supone que mantiene ciertos "poderes residuales", algo inconcretos en el fondo. Pero en un sistema de Constitución escrita como el nuestro, la existencia de esferas difusas de inmunidad se contradice con la rotundidad de los principios constitucionales que afirman la igualdad de todos ante la ley. Particularmente cuando tal ley es nada menos que la que constituye nuestra hacienda pública, es decir, el dinero de todos al servicio de las necesidades del Estado.

Una decisión judicial como la imputación de la infanta Cristina tiene además particular relevancia cuando vivimos en un ambiente de ilegalidades e incumplimientos difusos del ordenamiento, tanto en la esfera territorial como en relación con los numerosos casos de corrupción que están haciendo emerger las inmundicias acumuladas a lo largo del tiempo por nuestro sistema. Un sentido de ejemplaridad del que algunos, más o menos poderosos, deben ir tomando buena nota.

Aunque, por supuesto, siempre hay que recordar que cualquier imputación judicial debe dejar a salvo el principio de presunción de inocencia hasta que, tras el proceso correspondiente, una sentencia firme resuelva sobre el fondo. Y los procesos penales son lo suficientemente complejos y tortuosos como para asegurar en este caso numerosas incidencias e incertidumbres a lo largo del tiempo. Lástima que la Administración de Justicia no haya conseguido superar las lacras de la dilación y el considerable retraso con el que se instruyen determinados procedimientos, generando así daños colaterales difusos sobre las personas imputadas.

Mientras tanto, mala suerte para la infanta Cristina: como personaje público, parece condenada de antemano a la pena mediática correspondiente, por más que se esconda en un agujero en Suiza. Mala suerte también para la Corona que, junto con la mala salud del rey, parece enfrentada a comienzos de año a un tiempo de temporales e incertidumbres. Algunos echarán ahora en falta la escasa diligencia que se ha puesto en desarrollar legalmente las previsiones del Título II de la Constitución dedicado a la Corona, puesto que determinados aspectos problemáticos referidos al Jefe del Estado y a su entorno permanecen en un estado de incertidumbre que, a estas alturas, merecería haber sido resuelto y clarificado legalmente. Mala suerte también para el mismo príncipe Felipe que, por más que se empeñe con diligencia en sus tareas, no puede dejar de sentirse salpicado cuando la esfera judicial opera en su propio entorno familiar.

Dicen algunos que este tipo de decisiones puede acabar perjudicando a la famosa "marca España", por su considerable efecto mediático en el exterior. Algo así como la antigua leyenda negra, que nos perseguía a los españoles durante otras épocas: desde luego, después del marrón de Sacyr en Panamá, era lo que nos faltaba. Pero cualquiera sabe si al final va a ser más bien lo contrario: es decir, que la vigencia efectiva de los mecanismos de control judicial, lo que hace al final es consolidar nuestra imagen de país serio, de un auténtico Estado de Derecho plenamente consolidado, donde el principio de igualdad de todos ante la ley se lleva a cabo con todas sus consecuencias.

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