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AUNQUE jamás debería, en épocas de bonanza un pueblo puede permitirse el lujo de desentenderse de los asuntos públicos y de otorgar el mando a quienes carecen de talento, capacidad y mérito. Es un error, sí, pero de consecuencias limitadas: la fuerza imparable de la tendencia enmascarará impericias y descontará, sin grave quebranto, las extravagancias y mamarrachadas de sus transigidos líderes.

Sin embargo, cuando entran malas cartas -las que hoy jugamos son pésimas- y urgen luces, consensos e ideas que alumbren vías de esperanza, esa confortable dejación, tan estúpida y tan humana, se convierte en suicida. En mitad de la tormenta, todos necesitamos alcanzar la convicción de que están siendo los mejores, espíritus templados, inteligentes, expertos y lúcidos, los que sostienen la gobernanza del Estado.

Una certeza por desgracia imposible en esta España nuestra en la que sólo los incondicionales, los disciplinados, los sectarios, los que maman cada mañana del biberón de la consigna y ceden siempre su criterio a mayor gloria de las estrategias del jefe, logran prosperar en eso que llaman la "carrera política".

Hemos tolerado demasiados años el ascenso de "gobernantes profesionales", forjados no en la excelencia de sus trayectorias, sino en la docilidad de sus voluntades, como para creer ahora que sus carencias dejarán milagroso paso a una súbita cualificación, tan dudosa como imprescindible ante los cruciales retos que llegan. Desde luego se partirán el alma para mantener sus propios privilegios. Matarán, si falta hiciera, para no perder prebendas y canonjías. Se aferrarán, al cabo, a los gozos de un estatus que saben inalcanzable para ellos -tontos no son- en otros destinos. Nadie aguarde, en cambio, más que esto. Son lo que han aprendido, piezas acríticas de una máquina formidable, fabricada para perpetuarse en el poder.

Suele afirmarse que en los periodos de crisis marcada aparecen los dirigentes con la talla precisa para afrontarla. Se trata, me parece, de una observación tan optimista como equivocada. Aun más, contemplando lo que en estos momentos ocupa y preocupa en las herméticas estructuras partidarias. Basta con repasar sus actuales prioridades para concluir que les importa bastante más su supervivencia que la nuestra, que se afanan en sacar ridículas ventajas y se olvidan de la razón última -acaso única- de cuantos recursos pusimos en sus manos.

Alguien me objetará que la culpa fue nuestra, que la sociedad los eligió. Incluso sin entrar en la vieja discusión sobre la verdadera libertad del ciudadano en las democracias mediáticas, ese reproche, a la postre, consuela muy poco. El barco se hunde y a uno, al menos, debe quedarle el derecho a maldecir la perfecta ignorancia, la incompetencia sublime, de sus recompensadísimos pilotos.

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