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Rafael Padilla

Un día de esperanza

ESCRIBE Mateo: "José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en su sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca; luego, hizo rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro y se fue" (Mt 27, 59-60). Todo ha terminado. Jesús ha muerto y yace en su sepultura. Su vida y su proyecto, como en tantas otras ocasiones, han sido finalmente destruidos. La soledad, el fracaso y la nada parecen imponer su eterna lógica, dura e inexorable.

Hasta ese momento su historia es ejemplar, pero no distinta: un hombre bueno que quiso entregar sus días al servicio de los demás, que nos habló con palabras apasionadas y nos descubrió la fuerza revolucionaria e imparable del amor, rinde su alma al imperio de la muerte. El Cristo de la dulzura y del perdón no escapa al humanísimo destino que nos define e iguala.

Si Él, justo entre los justos, paradigma sublime de la dignidad encarnada y mantenida, tampoco escapa de la oscuridad, ¿para qué tantos esfuerzos y afanes?, ¿qué ha de quedar de sus hechos admirables? Pablo lo expresa con sincera exactitud: "Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe. Y quedamos como testigos falsos de Dios porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo a quien no resucitó, si es que los muertos no resucitan" (I Cor 15, 14-15).

Es el anuncio del ángel a las mujeres, en aquel amanecer primero, el que verdaderamente dota de sentido a cuanto creemos, el acontecimiento esencial que conforta y alivia nuestra insoportable fugacidad. "No está aquí, ha resucitado" (Mt 28, 6) es una noticia incomprensible para la razón, extramuros de la lógica y de la experiencia, que, sin embargo, instituye un tiempo de paz, de serenidad renovada para quien se atreve a acogerla, frente a nuestras derrotas, penurias, miedos, iniquidades y amarguras.

En un mundo que no sólo renuncia a reflexionar sobre su propia trascendencia, sino que, incluso, hace absurdamente de la muerte un instrumento de "progreso", una solución aceptable para resolver los desafíos que le estorban, resuena hoy una voz diferente y extraña: el Dios creador y redentor es un Dios vivo que hace vivir, que salva, que libera, que denuncia y hace retroceder al enemigo de la vida, que vence al opresor, al explotador, al injusto, al mentiroso.

Y nosotros, que nos proclamamos seguidores del mensaje, asumimos el compromiso de hacer creíble la resurrección de Cristo, sembrando vida por doquier y superando las formas de muerte provocadas por el egoísmo miope de los hombres. En este domingo de esperanza, esa idea debe convertirse en nuestro mejor propósito y en la causa primera de la inmensa alegría que, regalada y recibida, hoy sentimos nuestra.

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