Relatos de verano

Braulio ortiz

Los días en Vermont (III)

La noticia de que Gustavo, promotor inmobiliario, ha comprado el bloque donde él y sus amigos pasaron los veranos de la infancia para construir pisos allí provoca sentimientos encontrados en los antiguos compañeros de pandilla. Uno de ellos, Ernesto, planea que se reencuentren un fin de semana para recorrer, 25 años después de que se reunieran por última vez, los escenarios de ese paraíso perdido. Los preparativos de esa cita recaen en Elisa, la única del grupo que residía en el pueblo, y a la que el encargo recordará la tensa relación que tenía con aquellos chavales de la ciudad.

Los días en Vermont (III)

Y Amelia vendrá de Londres y estaremos todos, comenta Leticia, y ese todos irrita a su interlocutora, ¿es que no recuerda que Marcos murió y ya no puede estar?, pero Elisa no revela su enfado y responde al teléfono con una risa nerviosa, le sale de las profundidades y no de la garganta una carcajada de diva excéntrica, el aspaviento de una soprano o una actriz veterana que nada tienen que ver con ella, que no sabría pisar el escenario con seguridad aunque también actúe de cara al público en su trabajo y atienda a los viajeros con una máscara, su profesión también requiere un dominio de la puesta en escena, hay que preocuparse por el bienestar de los clientes sin atosigarlos, ser amable sin resultar empalagosa, darles información e interrumpir todos esos datos con alguna broma inocente y oportuna. Ella lleva demasiados años en el oficio como para no controlar el funcionamiento de la recepción de un hotel, pero precisamente porque lleva muchos años odia su personaje, siempre al servicio de los demás, tan dispuesto a complacer, una criatura a la que su mansedumbre convierte en indigna, un animal atemorizado que no se atrevió a sacar las garras.

En los últimos tiempos se le ha instalado en las tripas lo que ella llama el bicho: la insatisfacción que siente dentro de sí desde que cumplió los cuarenta. Había empezado a adelgazar sin razón -su médica no advirtió nada preocupante en los análisis ni en un reconocimiento posterior más exhaustivo- y había tenido que llevar a una tienda de arreglos vestidos y chaquetas para que se los adaptaran a su nueva talla. Es que últimamente ando nerviosa, como si tuviera un bicho, le expuso a Ana, la costurera, antigua compañera de colegio, sobre la repentina pérdida de peso, y Ana le lanzó, o eso le pareció a ella, una mirada de desconcierto, y para aclarar aquello Elisa añadió una retahíla confusa: Me gustaría decirles que las excursiones programadas son un asco, que se vayan de aquí. ¿Por qué no están en sus ciudades, donde hay teatros y conciertos y exposiciones?

La chica de pueblo frente a la gente de ciudad: ese antiguo enfrentamiento tan terco, tan presente. Leticia le pide que organice el reencuentro, que busque un sitio donde puedan cenar y tomar copas, y nos podríamos alojar en tu hotel, le sugiere, y a Elisa le subleva que siempre sea ella la que acabe encargándose de los marrones, nada ha cambiado, me siguen viendo como una especie de criada, maldice horas después, cuando ha finalizado su turno y pasea bajo la luz del amanecer y busca la brisa marina, eres igual que tus padres, por mucho que hables idiomas y te creas especial, Elisa era la hija de la portera y del encargado del mantenimiento de Santa Cecilia, ese edificio al que ellos rebautizaron como Vermont, y esos veranos felices se acopló a aquella pandilla de forasteros, era inteligente y podía hablarles de tú a tú, ¿qué se creían, que era una estúpida palurda?, pero siempre fue una pieza mal encajada, y fantaseó con que un día dejaría el pueblo como ellos pero no lo hizo, ¿fue por la enfermedad de su madre o por su propia cobardía?, y del mismo modo en que le procuró mucha paz la aparición en su vida de Jose -Jose, sin tilde, él que venía hastiado de Madrid, que buscaba un lugar tranquilo como ése y una mujer como ella- la envenenaba el recuerdo de Vermont, avivaba algo en ella -el bicho- parecido al rencor de clase, a una súbita conciencia política, no es cierto que las oportunidades sean las mismas para todos, yo no las tuve. Es Gustavo quien se va a forrar haciendo pisos, quien heredó el dinero y el poder, es él quien tiene amigos en el Ayuntamiento, no soy yo que vivo aquí.

Quiere telefonear a Amelia o a Leticia o a Ernesto, no a Gustavo, para que le cuenten cuáles son los planes del promotor. ¿Tirar el edificio y construir sobre él? ¿Es eso posible, lo permite la ley, cuando se trata de un inmueble tan cercano a la costa? ¿O dejará la estructura y dentro hará pisos con excelentes calidades, vigas de madera, suelos de parqué, terrazas con vistas asombrosas? Será una conversación cordial, pero también fría. Su amistad con Marcos era el vínculo que la unía a ese grupo, y ese nexo había desaparecido.

(¿Les confesará que en ocasiones, cuando observa el oleaje, los días en que el mar anda revuelto, Elisa teme que asome de nuevo el cuerpo sin vida de Marcos, como ocurrió aquel 15 de octubre?)Las gestiones para cerrar lo del 9 y el 10 de mayo, que aborda a lo largo del día siguiente, no le requieren ninguna complicación: no hay problema en que descanse ese fin de semana en el trabajo, a pesar de que en la fecha el turismo se intensifica; reserva mesa para cinco en ese restaurante del puerto, para la cena del sábado; consulta en el hotel de Jose, no donde ella está empleada, porque no quiere que sus sofisticados amigos se mofen de la decoración rústica del establecimiento, si tienen tres habitaciones disponibles. Puede resolverlo todo en menos de una hora, en un agradable paseo -la temperatura es deliciosa, con un viento suave que aplaca el calor de la tarde-, pero esas facilidades no impiden que Elisa oiga el rumor del bicho indignándose en su sangre: No se portaron bien con Marcos, lo abandonaron. Debería decirles que los odio, que no quiero verlos, que a cuento de qué vienen ahora, que lo mejor es que se queden en sus putas casas.

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