Relatos de verano

Braulio Ortiz

Los días en Vermont (IV)

Amelia y él eran los líderes del grupo, los que tomaban las decisiones. Pero la determinación, Gustavo lo había comprobado, era compatible con la vulnerabilidad

Los días en Vermont (IV)

UNa noche de agosto creyeron ver un ovni, volvían del cine y en la quietud de la madrugada surcó el cielo una luz cegadora y fugaz, fue Marcos quien verbalizó a qué se debía ese destello, son los extraterrestres, que vienen por nosotros, y todos rieron y gritaron poseídos por el júbilo y el miedo, ¿no era eso la adolescencia?, se pregunta Gustavo un cuarto de siglo después, una amalgama de inconsciente alegría y de pánico, ir descubriendo el mundo y sintiéndolo con la intensidad desbocada de un caballo, creer aún en imposibles con una obstinada ilusión. Eso era la adolescencia en los 80, en otro siglo, se corrige Gustavo, porque su hija Victoria carece de la ingenuidad que tenían ellos, mira a su padre con una desconfianza y una gravedad adultas como si supiese demasiado de la vida, como si en el corto viaje de su existencia hubiese alcanzado ya la parada del desencanto, no como ellos, tan inocentes y fáciles de embaucar, aquella vez corrieron hasta la casa con un pavor que más tarde les costaría reconocer, la inquietud de que un platillo volante los alcanzara, habían leído tantos reportajes sobre abducciones que juzgaron posible un episodio así, a Marcos le atraían los temas que no podían explicarse de una manera racional porque otro día, tal vez otro verano, las fechas se confunden, pretendieron registrar con una vieja y voluminosa grabadora una psicofonía, Marcos defendía la existencia de fantasmas, no sospechaba que tiempo después se convertiría él mismo en un espectro y los miembros de su pandilla sentirían su presencia, ¿estás ahí, Marcos?

Ernesto le ha contado que querían reunirse, el 9 y el 10 de mayo, un fin de semana en el que regresaremos a Vermont, y el miedo de aquella noche remota vuelve a apoderarse de él, pero esta vez es un miedo con el que no aparece una risa nerviosa, un miedo adulto y circunspecto, pesado y lúgubre como un cadáver, él que no albergó reparo alguno ante la perspectiva de alterar el paisaje idílico de su infancia ahora intuye que sus amigos van a juzgarlo, lo habrán juzgado ya, dirán Gustavo el usurero meándose en nuestros sueños, el hijo de puta, dirán tomemos una copa y brindemos por lo que fuimos antes de que Gustavo profane el recuerdo. Y no le parece justo que lo retraten como un ser sin escrúpulos, porque él, sí, ha enfocado su trabajo desde una cierta ética, no se enredó en manejos ilícitos ni operaciones con ganancias asombrosamente fáciles, en su empresa siempre entablaron una relación responsable con sus clientes, ¿por qué debía albergar remordimientos? Aunque hay un detalle en el que Gustavo no ha caído hasta ahora: Marcos murió allí, en Vermont, fue a despedirse. ¿Exige esa víctima un respeto a su memoria? ¿Qué pensará aquel chaval creativo y excéntrico, tan vehemente y también inestable, llamado a ser actor o a ser músico, ante una decisión tan falta de imaginación, tan predecible, como la de comprar Santa Cecilia y construir pisos allí?

Gustavo está visitando los avances de una obra en el Aljarafe, intenta prestar atención a los detalles que le comentan pero hoy le importan poco los materiales empleados, los problemas de logística, en realidad su ánimo se encuentra, ha varado, en una playa a cien kilómetros. Cuando su primo, Ernesto, lo invita ese fin de semana de mayo a Vermont, ¿le está lanzando algún tipo de recriminación? Cuando Elisa le consulta si le parece bien cenar en Casa Ricardo, ¿no hay un incómodo servilismo en su voz? Ellos y los demás, ¿lo contemplan con envidia? Esa sorna y esa impertinencia con la que a veces le hablan, tú no te quejarás, ¿no?, como si sólo hubiese dignidad en el fracaso, como si él mereciera su desaprobación. En este país tienes que disculparte si las cosas te van bien, lamenta Gustavo, ya de vuelta de la obra que ha visitado, conduciendo por una autovía a solas consigo mismo y con el jovencito que fue en Vermont, ¿qué les sorprende?, yo siempre quise ser esto, seguir con la empresa de la familia, no pueden reprocharme que me haya traicionado.

Amelia y él eran los líderes del grupo, los que tomaban las decisiones, quienes tenían las ideas claras. Pero la determinación, Gustavo lo había comprobado, era un rasgo compatible con la vulnerabilidad. En ese viaje por la autovía quiso grabarle un mensaje de audio un tanto críptico a Ernesto: Primo, si yo desapareciera, ¿me echarías de menos? No planeaba en ningún caso suicidarse, no padecía ninguna enfermedad, esa pregunta se antojaba arbitraria, sólo anhelaba que alguien se preocupara por él. El ocupado Gustavo, de aquí para allá todo el día, ¿ha dejado en los otros algún tipo de huella? Yo tengo la sensación de que nunca has estado, le dijo Victoria a modo de desautorización, después de que ella sí hubiese desaparecido, un fin de semana sin dar explicaciones ni dejar una nota, al padre aún le dolía pensarlo, ¿cómo había sido tan egoísta e inconsciente su hija para hacerles vivir ese calvario?, me quedé sin batería en el móvil, se justificaba ella, joder, fueron dos días, podías haberle pedido el teléfono a tu amiga, le gritaba él irritado por una excusa tan débil. Oír su voz fue un alivio, estaba a salvo, pero desde la vuelta de aquella adolescente al hogar sentía un intenso y doloroso desprecio por ella. ¿Había sido él igual de irreflexivo en los años de Vermont?

Pensó de nuevo en dirigirse a su primo: esa estúpida reunión que has planeado, querido, ¿nos ayudará a entender algo o lo que hará es complicar más las cosas?

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