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En abril de 1995, un hombre llamado McArthur Wheeler decidió robar un par de bancos en Pittsburgh (Pensilvania). Lo hizo a cara descubierta, sin importarle que las cámaras lo grabaran. Naturalmente fue detenido a las pocas horas. Todavía incrédulo, protestaba argumentando que él "se había puesto el zumo". El pobre diablo, recordando que de niño fabricaba tinta invisible con zumo de limón, daba por cierto que, al embadurnarse la cara con ese líquido, nadie le identificaría. Por supuesto la sandez no funcionó, pero la anécdota sirvió para que dos especialistas en Psicología Social de la Universidad de Cornell, David Dunning y Justin Kruger, iniciaran un estudio sobre los daños que origina la incompetencia.

La conclusión obtenida fue clara: para una función o habilidad determinadas, la persona incompetente es incapaz de reconocer su incompetencia, tiende a no valorar la competencia de los demás y tampoco es capaz de tomar conciencia de hasta qué punto resulta un inútil en dicha destreza específica.

Esto, que se conoce como el efecto Dunning-Kruger, entre otras muchas cosas, explica mejor que nada la paupérrima calidad de nuestra actual nómina política. Uno de sus rasgos característicos es justamente la colosal soberbia con la que exhiben su desconocimiento, cómo, careciendo de una formación mínima, se sienten siempre en posesión de la verdad y desoyen, por errónea, cualquier llamada externa a la cordura. En tales condiciones, no es de extrañar el rechazo creciente de lo técnico, el desdén permanente con el que reciben la opinión de los expertos. ¡Qué más da lo que diga el Consejo de Estado, el Tribunal Supremo o, por ejemplo, el Banco de España! Estos genios que nos gobiernan se creen dotados de los más excelsos atributos y no van a perder el tiempo oyendo a individuos que, para ellos, carecen de su excepcional inteligencia política. Si además se rodean de un entorno informativo favorable, hecho a la medida de su engallamiento, el mal ya no tiene cura: nadie les convencerá de que saben mucho menos de lo que creen saber.

En esas estamos. Sufrimos una clase política a menudo deplorable, sin preparación, altanera, pagada de sí misma, ciega ante los engendros que diseña su proverbial estupidez. De La Moncloa al último ayuntamiento de España, el efecto Dunning-Kruger hace estragos. A mayor gloria de una mediocridad que, al contemplarse en el espejo, lejos de avergonzarse, neciamente se envalentona

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