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Por montera

mariló / montero

El embajador

PARA cuando tenía veinticinco años ya le habían sobrevenido varios pretendientes. No era de extrañar. Era hermosa, de melena rubia, ojos azules, siempre sonriendo con esa fila de dientes blancos y con un gran sentido del humor. Lola seducía sin querer a todo hombre que se le cruzaba. Trabajaba como nurse para el embajador francés. Cuando ella tenía veinticinco años estaba destinado en Trípoli. Su compenetración llegaba a límites fraternales. Aquello que el embajador decía a la española ella lo creía. Es muy posible que le obedeciera como a un padre, manteniendo las distancias, ya que había sido criada en un orfanato. Fue separada de su hermana y terminó los estudios de enfermería en Francia, donde consiguió el puesto que aún conservaba. Sólo se vestía con sus trajes de los años cincuenta y podía prenderse alguna de las joyas que le habían regalado por sus méritos al salir de permiso algún fin de semana. Se divertía a rabiar. Las conversaciones con las amigas le resultaban pícaras. Las miradas atravesadas de los varones desde las esquinas de las cafeterías eran comentarios que se podían alargar en sus pensamientos durante años. Pero Lola permanecía soltera. No se sabe muy bien por qué. Si porque le gustaba su independencia, o porque viajaba tanto que le hacía imposible estabilizarse con una relación. Ahora Lola ha cumplido 80 años. En toda su vida habrá contado cientos de historias de amantes a quienes les dijo que no. Hombres bellos, menos apuestos, millonarios, menos ricos o más apasionados. Ahora está sola. Un día, empezó a enredar en los armarios de su casa y de entre un montón de sábanas apareció una caja en la que conservaba un paquete de cartas manuscritas. Se quedó pensativa mirándola mientras fue abriendo la tapa con cuidado. Como si todo su interior fuese a salir gritándole como un arrepentimiento. Dulcemente deshizo el lazo desgastado y cogió una de las cartas. La olió y así con todas hasta que se le resbalaron por la cama. Se levantó para ponerlas en orden rápidamente como si alguien fuera a descubrir su secreto pero una se le quedó prendida, caprichosamente, de la bata a la altura del muslo. La abrió, releyó y encontró una frase que ni con veinticinco años comprendió porque estaba escrita en árabe. Ereví, era rubio, de ojos azules, hijo de una italiana y un árabe. La amaba y ella a él pero el embajador se lo desempañó de su sueño. Lola buscó a su vecina árabe para traducir la frase. "Eres el amor de mi vida" Cincuenta y cinco años después a ella la da la risa. A mí me da que se acuerda del embajador.

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