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No están en el cogollo comercial ("¿Me cambias el bote de satinado por mate? El ticket lo he perdido"), ni en edificios de arquitectura regionalista ("Dame aquel choricito de allí. Ese no, el otro, ese tampoco, ese, ese…"); su personalidad es singular pero a la vez común ("¿Puedo coger un mantecao mientras espero?"), tanto que raramente podrán obtener la protección y promoción como establecimientos emblemáticos de la ciudad ("Te han dejado unos libros en mi tienda, pásate antes de que se me pierdan entre los mantoncillos"), ni los incentivos fiscales que ello conlleva. No lo digo en demérito de los comercios que acaban de ser reconocidos con esta distinción que otorga la Cámara de Comercio, sino para señalar el mérito y el importante papel en sus barrios de ciertos negocios que resisten el achuchón de las grandes superficies, las compras por internet y otras mandangas del Progreso.

Decido escribir sobre esto mientras estudio la tabla ajada de colores de Titanlux con los codos apoyados en el mostrador de El arca de Noé, que es una droguería de mi barriada. ("¿Dónde tienes el espejo, hija?"). Droguería y perfumería. ("Arandelas como esta, ¿se siguen haciendo?"). Y desavío ferretero. ("Este repelente de bichos va por ultrasonidos, llévatelo. Ahuyenta a los malos novios"). Suspendidos en el aire, fantasmales, hay carros de la compra, cazos, badiles; en los estantes, braseros, colorete, lejía, calzoncillos; por las paredes, barras de cortina, cables pelados, enchufes abiertos en canal; en cajas de madera, tijeras, cerrojos, llavines. Y dos pasillos atestados y misteriosos, por donde se pierden los tenderos y vuelven al mucho rato. La clientela se sale por la puerta. Allí, como en otros comercios, se va a esperar sentados, a echarle paciencia a nuestra impaciencia. Como este, son importantes y cada vez más escasos los establecimientos que siguen aquí y no los sostiene la nostalgia, ni tienen un aire falso de autenticidad, tampoco los mantiene en pie su innegable personalidad, sino una funcionalidad cierta: la de atender en condiciones a quienes no podemos o no nos da la gana estar a la última, comer de supermercado, meternos en internet para comprar o coger el coche para todo. Estos negocios no se los come el curso los tiempos, sino lo que cada cual obedece y se pliega a lo que se dicta para los mismos. Dudo yo que El arca de Noé, la carnicería de mi calle, los puestos de El Jueves, la barbería Pepe en Santa Catalina (con su columna incluida), el desavío La Beni o El Tremendo -un poner florido, variado y más o menos céntrico- reciban la distinción de establecimientos emblemáticos. Pero lo son sin duda por su función, su historia y su vínculo con la vida local. La distinción se la seguimos otorgando su distinguida clientela.

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