La tribuna

Juan A. Estrada

Una encíclica discutida y discutible

QUE una encíclica centrada en lo social, lo económico y lo político genere opiniones encontradas resulta lógico. Para unos se queda demasiado corta, para otros ha ido demasiado lejos. Una parte de la derecha, la menos evolucionada, se pone a la defensiva, mientras que otra de la izquierda, la menos radical, se apresura a utilizarla como arma ideológica. Si además, la Caridad en la verdad de Benedicto XVI se ubica en el marco de la celebración de la encíclica de Pablo VI sobre "el desarrollo de los pueblos" de 1967, sin duda la más social y comprometida de su pontificado, las comparaciones resultan inevitables. Por mi parte, no escondo que la de 1967 me resulta mucho más comprometida y acertada que la del 2009.

La encíclica parte de un preámbulo general: plantea las exigencias de la verdad para que la caridad no caiga en mero sentimentalismo(nº3) y para que haya libertad y desarrollo (nº9). Ésta es la parte positiva. Lo refrenda el capítulo primero, resaltando que el desarrollo se basa en la libertad responsable (nº17) y vinculando evangelio y promoción humana (nº15). Ésta es una clave de otra gran encíclica de Pablo VI sobre El anuncio del evangelio (1975) y uno de los elementos claves de la teología de la liberación, criticada por el cardenal Ratzinger. La parte criticable estaría en afirmar que la adhesión a los valores cristianos es indispensable para el desarrollo integral (nº7; 74-78), en lugar de resaltar que todos están obligados al desarrollo, que implica valores humanos universales, más allá de credos e ideologías.

Siempre hay un intento de toma de distancia, neutralidad y equilibrio, que da y quita cuidadosamente. La ganancia es útil (legitimada), pero necesita del bien común (nº21); validez del mercado, pero con justicia (nº35); crítica al relativismo y eclecticismo cultural, que separa cultura y naturaleza humana (nº26), pero defiende un concepto vago y no contextual ni cultural de la ley natural (nº 45). Lo más válido son algunos análisis sobre derechos y obligaciones (nº43), confundir la felicidad con el bienestar material (nº34), vincular economía y ética (nº 29;45; 66), etc. También resaltan las críticas al modelo de globalización (nº 57), al aumento de riqueza que genera desigualdades (nº22 ), y a principios económicos que necesitan ser transformados y completados (nº60). Concretar y explicitar estos apartados resulta fácil, dada su larga extensión.

Es una encíclica cargada de buenos principios e ideas generales, pero le falta audacia y radicalismo evangélico al criticar la situación actual. Se echan de menos principios cristianos ya adquiridos como que el pecado es estructural; la opción primaria por los pobres, desde los que enjuiciar la globalización; pasar de "pobres" y "desfavorecidos" a "empobrecidos"; crítica a la sociedad como mercado y a los elementos "darwinistas" que promueve, etc. Pero, sobre todo, no se ve a la Iglesia como parte de la sociedad, en la línea de la Constitución del Vaticano II sobre La Iglesia en el mundo, para hacer una autocrítica de su papel social. La gran insistencia en que la libertad y la verdad se implican, nunca lleva a plantearse si ambas gozan de reconocimiento y viabilidad en la Iglesia. La cual está aquejada, tradicionalmente, de un autoritarismo limitativo de las libertades, que frena la búsqueda común de la verdad, y que la exime de respetar algunas concreciones de los derechos humanos. Sin libertad para la verdad dentro de la Iglesia, difícilmente se puede proclamarlas en la sociedad, y aquí queda un largo camino por recorrer.

Los rápidos cambios que acarrea la tercera revolución industrial exigen volver a una Iglesia que aprende y enseña al mismo tiempo, que busca en común con todos los grupos humanos, independientemente de su religión, ideología y pertenencia. Están surgiendo nuevos problemas y la Iglesia no tiene respuestas para todos ellos, de ahí sus preguntas y la apertura a la colaboración con los otros, que enfatiza la encíclica, pero sin confesar sus limitaciones, dudas y búsquedas de la misma Iglesia, en la línea del Vaticano II. La Iglesia es creíble para muchos ciudadanos por su atención a los pobres, pero no tanto en su papel profético y crítico dentro de las sociedades avanzadas. El miedo al comunismo, en un primer momento, y el rechazo de las ideologías de izquierda en asuntos morales (sobre todo de bioética y sexualidad), limita su capacidad de interpelación a Estados, gobiernos y políticas conservadoras. Subsiste el temor a la crítica social concreta, más que en los principios generales, y a molestar a instancias conservadoras que son aliados en otros terrenos políticos, morales e ideológicos.

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