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Rafael / Padilla

Un eterno instinto

EL establecimiento de una estrategia frente a la corrupción, demanda ya inaplazable, plantea complejas cuestiones de fondo. Alguien ha dicho que para acabar con la patología basta con eliminar a los corruptos. Ésa, pensárase que obvia, representa sin embargo sólo una de las posibles vías. Así, para los marxistas ortodoxos, la mera terapia sintomática, el afanarse solamente en descabezar corruptos, desconoce la auténtica raíz del problema: de lo que verdaderamente se trata, afirman, es de sustituir un sistema, el actual, ontológicamente pútrido. La propia corrupción se considera una constante avivada por el capitalismo, un mecanismo útil y permanente de alienación al servicio de la clase dominante. Para quienes sustentan tal análisis, el contentarse con la represión termina reforzando posturas reaccionarias e implica un modo de convalidación del statu quo: hay que dar un paso más, reclaman, y cambiar el régimen capitalista, inevitablemente corrupto, por otro nuevo, el socialismo redentor, de honradez y pureza ínsitas.

Uno, que tiene memoria histórica, descubre fácilmente el truco: no ha habido jamás ejemplo alguno de socialismo marxista libre de conductas iguales y hasta peores de las que hoy éstos declaran incompatibles con su esencia. La corrupción constituye uno de los elementos definidores de las dictaduras populares. Lecciones, por tanto, las justas. Y menos de quienes cargan a sus espaldas con semejante bagaje de podredumbre.

Y es que, desengáñense, el fenómeno es consustancial a nuestra misma naturaleza. Bajo cualquier esquema de poder, con toda ideología y en todo tiempo y lugar, la persecución de la riqueza ilegítima, la prevaricación, el robo y el expolio son pulsiones tristemente humanas, combatibles, sí, pero por desgracia -así me lo enseña mi irrebatido pesimismo antropológico- no erradicables.

Así las cosas, dejémonos de promesas vanas y de fullerías de trilero. Únicamente a partir de la férrea voluntad política de mejorar nuestras leyes, de perfeccionarlas y de desincentivar, a través de ellas, el eterno instinto de los corruptos, conseguiremos resultados alentadores. Si se quiere, dentro de nuestra estricta legalidad constitucional, se puede. Lo otro, el desterrar la corrupción para siempre por el camino revolucionario, la Arcadia literalmente antinatural que se nos vende aprovechando el lance, no pasa de bobada de incauto o, a lo peor, de temible atajo de ventajista.

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