La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Tablada, zona libre de pelotazos
Ayer nos desayunábamos con una noticia “bíblica”. Una vecina de Sevilla, al irse a la cama, se encontró con que la cama estaba ya ocupada por una serpiente. Pero no una serpiente pequeña y temerosa, sino una serpiente de mediano grosor, talludita y exótica, quizá salida de algún domicilio cercano, que convirtió el dormitorio de la vecina hispalense en una escalofriante variación del Génesis. Cuando entonces, recién estrenado el Edén, la serpiente se acercó a una desprevenida Eva y la sedujo prometiéndole la divinidad si probaba el fruto prohibido. En el caso de la “Eva” sevillana, algo más previsora que nuestra madre levítica, llamó de inmediato a los municipales, con el resultado que todos ustedes conocen: la bicha, enigmática y lustrosa, resultó detenida.
Del fruto del Edén se ha escrito mucho. Que si era una manzana, una granada, un higo o cualquier otra fruta aperitiva y jugosa. Una vez pillados en falta (Adán y Eva se escondieron entre los árboles cuando oyeron “los pasos del Señor Dios”), lo cierto es que se taparon las partes pudendas con una hoja de higuera, lo cual pudiera inclinarnos por dicho fruto y por dicho árbol como candidato a encarnar al árbol del conocimiento del bien y del mal. Este episodio de la “manzana” y Eva se ha utilizado desde antiguo para significar la lujuria y la astucia femeninas. Y siempre, claro, apoyados en la hermosa y joven desnudez de Eva. Sin embargo, la astucia serpentina de Eva siempre fue de otro cariz; siendo así que la sierpe del Paraíso es aquella que dibuja una interrogación; vale decir, es aquella que señala a una sed de conocimientos. El pecado de Adán y Eva, más desnudos tras cubrirse con la hoja de higuera, fue el de adquirir una sabiduría vedada. Por igual motivo que el pecado de Caín, después de asesinar a su hermano, será un pecado de soberbia: el pecado de inventar, fuera ya del huerto ameno, la ciudad y su artificio sedentario.
El hecho es que en la figura de Eva, infortunada y curiosa, se decanta una idea de pureza que nos ha acompañado largamente. Es aquella del “regreso” al Edén, la idea del paraíso intacto y la bondad natural, en la que hemos vuelto a insistir en estos últimos años. Sin embargo, la Eva sevillana que el lunes se encontró con la sierpe nos recuerda justamente lo contrario: la radical distancia que nos separa, hijos nocturnos de Caín, de aquella ensoñación matinal, que nos quiso ignorantes y felices, hermanos de unas bestias aún sin nombre.
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