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Acción de gracias

Los fáciles

Digámoslo claro: necesitamos gente fácil, que nos haga la vida más llevadera, que no nos plantee más problemas

En la ficción siempre nos cautivan los personajes difíciles, los atormentados, los infieles, los embusteros, los cínicos, los tarados, la gente que no resulta de fiar, quienes recelan hasta de su sombra porque conocieron el abandono y no creen en la lealtad o el compañerismo, los que ladran como perros salvajes porque les incomoda el lenguaje de la ternura, el personal al que no se les cierran las cicatrices y que va salpicando su bilis o su sangre o su frustración a los demás. Ya sabemos que sin conflicto no hay tensión narrativa, y que la amargura y el dolor tienen un prestigio del que no gozan los tipos felices y serenos.

En Herida, de Louis Malle, decían aquello de que la gente herida era peligrosa, pero Jeremy Irons no podía evitar la atracción de asomarse al abismo abrazado a Juliette Binoche. La gente herida es peligrosa, la que se mueve en el alambre y puede llevarte consigo si se cae, y también se nos antoja, esa gente, enfermos de películas como estamos, ciertamente irresistible. Que se lo digan a Anthony Perkins, que nunca fue tan bello como cuando sentíamos el delirio en sus ojos. O a Gena Rowlands, que hablaba de nosotros mismos, de nuestra fragilidad, en su inestable personaje de Una mujer bajo la influencia. En unas semanas se estrena Blonde, adaptación de la brutal novela de Joyce Carol Oates, crónica del desdoblamiento de una joven herida en busca del amor y la calma, Norma Jeane Baker, y su Amiga mágica del espejo, la fantasía a la que todos desean y la máscara de esa muchacha desvalida, Marilyn Monroe, y nos impactará encontrarnos en la pantalla con esa figura trágica. Tal vez le hemos otorgado a la locura y al dolor un lirismo que no se merecen, porque no hay nada hermoso en el sufrimiento. También nos subyugan los perversos, esa maldad refinada de Robert Mitchum en La noche del cazador, o la de la Madame de Merteuil de Glenn Close en Las amistades peligrosas, o el extravío de los hombres que temen a Dios y se tuercen, como el Martin Landau de Delitos y faltas.

Para la vida, ay, la historia es muy distinta. Digámoslo claro: necesitamos gente fácil, que nos haga la vida llevadera, que no nos plantee más problemas. A menudo hemos cometido el error de cargar con nuestro personaje -las decepciones, los sueños no cumplidos- en nuestra relación con los otros, sin intuir que el resentimiento, la impertinencia, el carácter, quedan bien en pantalla, pero no en la realidad. Por favor, cuando vuelvan ahora al trabajo, a la vida, olviden el estatus que le dimos a la amargura. Intenten ser amables, y sonrían, que seguro que alguna cámara les está grabando.

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