La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Las tatas del poder
Tienen los faros el privilegio de comunicarse con el mar, sus hombres y sus naves. Conocen el secreto de las noches de temporal y la engañosa tranquilidad de los días sin viento. Siempre vigilantes, salvan con la belleza de sus destellos a los hombres prudentes a través de sus luminosos altavoces intermitentes. Solitarios, poéticos, parecen creados para guiar en el cuento de la mitología griega a Ulises frente al canto dulce de las sirenas. Forman parte del paisaje y, aunque han perdido importancia por los avances tecnológicos, su enigmática atracción se mantiene incólume.
No puedo hablar de faros sin recordar la consulta de un médico al que acudo a hacerme pruebas. Es tan bueno que se permite tener una consulta muy fea. La ubicación es discreta, frente a un antiguo convento. Amueblada con mesas viejas y sillas desparejadas. Parecen muebles que la gente abandona al lado del contenedor o bien compra en esos negocios regentados por ex toxicómanos dedicados a llevarse de las casas que se deshacen a cambio de nada, los restos del naufragio. La sala de espera es pequeña y siempre está llena de pacientes bastante educados que tienen por única distracción revistas de hace varios años. La mayoría no se toma la molestia ni de cogerlas porque ya se las saben de memoria al haber acudido varias veces en, relativamente, poco tiempo. A los pacientes nuevos se les nota por la curiosidad con la que cogen una de esas revistas sobadas y sonríen cuando ven a Isabel Preysler todavía con Vargas Llosa o a la reina Letizia con las niñas aún pequeñas. La sala donde están las máquinas parece un enorme trastero con un cubículo al que han colocado una cortinilla para desnudarse.
El deslumbramiento viene cuando una es capaz de abstraerse de todas estas distracciones y mira a la pared. Toda la consulta está decorada con fotos de faros, a cuál más bonita. Con la angustia que me da ir a hacerme pruebas médicas y la tristeza que me causa la fealdad, esos faros en medio de tanta niebla consuelan lo indecible. Y su farero de bata blanca adquiere entonces una luz distinta.
Unos amigos me han regalado un número de la revista Litoral dedicada a los faros. Enseguida pensé en mi médico y en la ilusión que le podría hacer la revista no para distraer a sus pacientes sino para alimentar su afición. Quizás debería extenderse su costumbre a todas las consultas. Con la de cosas feas que se ven. Los faros servirían para tranquilizar, alumbrar y servir de referencia a doctores y pacientes. Qué más se puede pedir.
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