ESTÁBAMOS los cabales. Aunque no estaban todos los que son, sí que eran todos los que estaban al rebufo de la boda de dos amigos entrañables. Habíamos ido todos a la llamada de la amistad en el más neto de los sentidos, el día acompañaba y allí, junto al Betis, se estaba maravillosamente bien. Sábado gozoso para Clara y para Juan, pero mejor aún para unos padres que comprobaban cómo había, al fin, llegado el día esperado. Y era como el hasta luego de esa primavera que fue verano inmisericorde cuando los días señalaítos de farolillos. Temperatura confort junto al río y teniendo el privilegio de atisbar lejano, semiescondido, el Giraldillo, que oteaba con timidez la fiesta. Fue una de esas bodas que merecen muy mucho la pena, tanto por el paisaje como por el paisanaje y, sobre todo, porque cuando uno va a favor de querencia, las cosas se paladean mucho mejor.
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