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La tribuna

Alberto Priego Moreno

El fin de las ilusiones

PAKISTÁN implica polémica hasta en su propio nombre. Mientras que unos afirman que su nombre se escogió por su significado en urdu (Tierra de los sagrados o puros), otros aluden a una combinación de las sílabas de sus cinco provincias (P por el Punjab, A por los afganos de la frontera, K por Cachemira, S por Sindh y el sufijo stan por Baluchistán). Esta polémica ha provocado que desde su creación en 1947 su corta historia haya estado envuelta en una violencia que parece no tener fin y que no respeta a nadie.

Concebido por Mohammed Jinnah y Allama Iqbal como un lugar donde cada ciudadano pudiera practicar su religión libremente y en privado, la repentina muerte de Jinnah provocó que los grupos islamistas radicales cambiaran la naturaleza del proyecto convirtiéndolo en un Estado cuasi islámico. Desde entonces, la historia de Pakistán ha sido una sucesión de gobiernos militares y populistas que ha limitado su modernización y desarrollo. A esto hay que añadir el problema de Afganistán, que convirtió a Pakistán en el centro de adiestramiento y entrenamiento de un grupo de islamistas radicales que luchaban contra la ocupación soviética, los talibanes. Tras la retirada de los soviéticos en 1989 la radicalización del país supuso una losa que acabó en el golpe de Estado que alzó al general Musharraf como presidente del país.

Aunque la historia de Pakistán ha sido convulsa el año 2007 ha alcanzado límites insospechados. El presidente Musharraf se ha visto cercado desde todos los sectores del país, desde la justicia, hasta la política, sin olvidarnos de los principales líderes religiosos. En marzo pasado, el ya ex-general se enfrentó con el presidente del Tribunal Supremo, Chaudry, lo que provocó graves enfrentamientos en todo país. En julio, una revuelta en una de las mezquitas más radicales, la Lal-Mashij o Mezquita Roja, acabó en una carnicería tras el amotinamiento de un grupo de creyentes que previamente habían secuestrado a un grupo de ciudadanas chinas. En octubre, Musharraf es reelegido presidente bajo graves acusaciones de fraude electoral y Benazir Bhutto regresa a Pakistán, a pesar de las amenazas de ser encarcelada o asesinada. Aunque las primeras no se consuman, sí que es recibida con una advertencia en forma de 140 muertos, y milagrosamente salva la vida. Unos días más tarde, Musharraf decreta el estado de excepción y cierra las principales emisoras de radio privadas.

Bhutto, lejos de achicarse, decide permanecer el país a sabiendas de que su vida corría serio peligro. De hecho, el PPP acusó a Musharraf de no hacer lo suficiente para proteger la vida de su líder. Incluso los seguidores de la líder paquistaní llegaron a pedir ayuda a servicios secretos extranjeros aunque éstos -la CIA y el Mossad- lo rechazan para evitar complicaciones con el todopoderoso ISI.

El asesinato de Benazir Bhutto el pasado 27 de diciembre no ha sido más que otro triste episodio más de la violencia a la que nos tienen acostumbrados los radicales que pueblan este país del sur de Asia. Además, como siempre ocurre en Pakistán, las nubes superan a los claros y es difícil establecer una versión aceptada por todos. Mientras que fuentes gubernamentales rápidamente señalaron a Al Qaeda como autor del magnicidio, el PP acusó veladamente a Musharraf y su poderoso servicio secreto. Probablemente, nunca conoceremos todos los detalles del asesinato de Bhutto, ya que Pakistán no es un país donde las cosas estén claras. Valga de ejemplo la acusación que el Gobierno vertió sobre el grupo de Baitullah Mehsud, representante de Al Qaeda en Pakistán, quien a su vez había firmado un pacto de no agresión con Musharraf que éste había roto atacando un campo de entrenamiento.

Así pues, la situación tras el 27 de diciembre es la siguiente: las elecciones que habían generado tanta expectación en Pakistán han sido aplazadas, la principal líder de la oposición asesinada, la autoría no está clara y Musharraf mantiene su posición como presidente del país.

Respecto del futuro, el panorama aún más es incierto, ya que la esperanza se llama Bilawal, el hijo de Bhutto, quien se encuentra estudiando en Oxford y a quien su madre le tiene reservado un futuro vinculado a un país que no ha valorado el sacrificio de toda su familia. Mientras tanto, su marido, Asif Ali Zardari, se hará cargo del PPP y probablemente sea el cabeza de lista de unas elecciones que se han convocado para el 18 de febrero. Sin embargo, nadie podrá reemplazar la figura de Benazir Bhutto que, como su propio nombre indicaba, era "única".

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