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La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

La fotografía de Josué Correa

Estaba en la fotografía cuanto hemos perdido quienes amamos la mar mansa y los atardeceres malva de Huelva

No, compañero Josué Correa, no se debe publicar esta fotografía el lunes 3 de septiembre en el que mayoría vuelve a sus trabajos, empieza el regreso a los colegios y quienes no han tenido vacaciones o las han partido en minúsculas porciones de semanas o días, como desde hace tiempo se ha puesto de moda, dejan atrás ese cierto relajamiento de las jornadas de agosto. Porque afecta e incluso hiere a los onubófilos como yo y mis amigos Alfonso el del Portil; Javi, Félix, María José, Rocío y Piedad los de Mazagón; José Ignacio el de Punta Umbría; Emilio el de Punta del Moral y tantos otros que desde hace tantos años optamos por la mar mansa, la arena fina y la seguridad de baño diario sin levante que lo fastidie -esa "sosegada convivencia con el mar que solo una playa suave y arenosa proporciona" de la que escribió Thomas Mann- que Huelva regala.

La fotografía de Josué Correa que ilustraba el artículo de Rocío Requena sobre los chiringuitos de Huelva era cruel. Una de las pasarelas de madera que bajan a la playa, un feliz caballero asomado a ella, la arena lisa y fina de las mareas bajas, las pequeñas, últimas, transparentes olas mansas de la mar amistosa que al retirarse crean esa húmeda franja de luz plateada… Todo lo que los perezosos que no regresamos a las playas estos hermosos, quietos y dorados fines de semana de septiembre acabamos de perder está en esta fotografía. Sobre todo lo que más amamos quienes buscamos en las playas no sus ruidos sino sus silencios que dejan oír el mar, no sus aglomeraciones sino sus soledades, no sus ofertas de fiestas, salidas y trasnoches sino ese dulce no hacer nada de días iguales que los insensatos llaman aburrimiento. Leer frente al mar, en una playa casi vacía -se encuentran en las tan populares de Huelva, créanme, hasta en ese Tardón-sur-Mer que es mi Matalascañas: basta pasar los palos del Coto o andar un poquito dejando atrás el faro-, hasta que el mar vence al libro y se nos van los minutos y hasta las horas contemplando y oyendo ese espectáculo siempre asombroso que a mí, perdón por la pedantería, siempre me recuerda a Homero.

Una noche de un septiembre de hace muchísimos años, al abrir el libro que no me había dado tiempo a terminar en la playa, cayó sobre la mesa un poco de arena que a la luz de la lámpara parecía oro fino. Y creí oír el mar. Sentí ayer la misma punzada de nostalgia al ver la fotografía del compañero Josué.

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