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No hay fuego en tu mirada

VERACRUZ, México, Cumbre Iberoamericana, Rajoy con guayabera sintetizando el modesto milagro económico español, unas décimas de PIB alcista, medio millón de puestos de trabajo (nueve de cada diez temporales), la entelequia de los inversores que confían, la ya humorística mención a la I+D, el supuesto cohete del Plan Juncker, pésima copia del Plan Marshall, y un etcétera de vaguedades, vaticinios y eses reptilianas para rematar un retrato que tiene más de Velázquez que de Murillo (el poder del rostro, siempre espejo del alma).

El presidente no estaba allí para comprar sino para vender, en un giro argumental que explica las miserias de España, tiempo atrás expansiva, hoy pedigüeña, difusos los únicos años de verdadero festín de su historia. El Estado de bienestar, decía un sabio, consiste esencialmente en tener trabajo y ejercerlo en unas condiciones dignas. La reforma laboral perpetrada por este Gobierno y el anterior en dos tandas consagra de hecho eso que algunos llaman liberalismo del empleo, que no es otra cosa que el monólogo del empresario a partir de un concepto tan discutible como que quien pone la pasta o la idea siempre tiene razón. Tampoco ayuda el descrédito de los sindicatos. Los asalariados por cuenta ajena (no hablemos ya de los autónomos cosidos a impuestos) viven más aislados y depauperados que nunca.

A ese Rajoy bañado en blanco caribeño le habría venido de lujo la escena que Velázquez vivió con José de Ribera, Lo Spagnoletto, durante su primer encuentro en Nápoles. El primero pregunta por el segundo, que oculta su identidad y le invita a su casa, donde le ordena que pinte. Velázquez obedece, Ribera detecta inmediatamente el talento y las casi infinitas posibilidades y después revela quién es y cuál es la clave para estar arriba, muy arriba, más arriba que nadie. Sujetándole la cabeza con las manos, acercándole la cara a dos centímetros de la nariz aguileña, le pide al pintor andaluz que le mire a los ojos: "¿Lo ves? ¿Ves el fuego? Eso lo explica todo".

Si un español de a pie apretase las sienes al jefe del Ejecutivo para rastrear en su mirada la verdad última del país actual, no vería llamas de ambición sino un pequeño bosque de cifras arrugadas y temblonas rodeado de otro bosque mucho más grande, Europa, donde rigen reglas similares: la tierra la colonizan las cifras, que llevan tiempo por delante de las personas y sólo se doblegan ante esos pocos receptores finales del beneficio industrializado. Es imposible que España sea como la ve Rajoy porque es una nación inculta y secuestrada por los mismos mecanismos oligárquicos que someten al resto del planeta. La UE y EEUU se afanan en cerrar un nuevo Acuerdo de Libre Comercio altamente sintomático: la idea básica consiste en articular Tribunales Arbitrales Internacionales que tumben aquellas leyes nacionales (o comunitarias) que estorben o incordien a la corporatocracia. El argumento será previsible: sólo un loco -o sea, usted- cuestionaría las decisiones de una megacompañía que genera cientos de miles de puestos de trabajo. ¿Los salarios? Eso es lo de menos, hombre. Se trata de exhibir un chorizo de ceros a cierre del ejercicio, aunque el peón viva asfixiado. Es lo que afirma Rajoy cuando proclama que España carbura. Carbura para los coleccionistas de millones.

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