Tengo por maña no ser vista en los bares, no porque no los frecuente, sino porque practico la ilustre anonimia. Gozar de amistades radiantes que se yerguen sobre el taburete, chocan los cinco a los camareros y los abrazan por su nombre resulta para mí un escondite perfecto. En El Corto Maltés, una de las tabernas vibrantes de La Alameda, quienes están -casi hay que decir estuvieron, pues hoy están al filo del pretérito- al otro lado de la barra sólo me conocen, si acaso, de vista, por despacharme unas cervezas antes de salirme a la puerta, que es al socaire de los quicios, toldos y templetes donde muchas gentes nos atrincheramos para charlar y tomar algo. Me llega a través de las redes que El Corto echa el ancla y el pestillo por fuera. Por lo que leo, es la usura y los nuevos tiempos que tematizan la ciudad lo que acaba con este punto de encuentro de diversidad de gentes. No es afán elegíaco, ni de nostálgica preventiva lo que me hace lamentar los cerrozajos nuestros de cada día de bares autóctonos, desavíos, calenterías o espacios culturales surgidos de la iniciativa privada, sino la constatación de que cambiar no siempre es mejorar. Habrá quien salte para argüir que estos sitios son hábitat de un puñado de artistas del alambre y rockeros de clavel, o de lo que llaman populacho, de viejas; que, para Alameda peor, la de antaño; que defiendo los intereses monetarios de uno -que no me conoce- frente a los de otro -al que no conozco yo-, y que no nos podemos rebelar al curso de los tiempos: aquello será lo que el dinero mande, punto-pelota. Valiente plan.

Hace unos años, a La Carbonería le amputaron su mejor parte, que era donde mayormente se guarecían las artes, la edición, la conversación y sus derivas. Desahuciaron los encuentros que cualquiera mantenía junto a la lumbre con intelectuales y artistas que recalaban al calor de las buenas noches. Otros intereses fueron por delante de la riqueza artística y de pensamiento que albergaran aquellas paredes. Ni El Corto ni otras tabernas verdaderas, ni tampoco una barbería donde se tertulie, ni otros sitios sevillanos de filosofar, escuchar música en vivo o discutir, pueden ser declarados bien de interés cultural pero, cada vez que uno de estos lugares se borra del paisaje, el nervio de la ciudad se desvitaliza un poco más. "Al final ganarán las grandes superficies, los centros comerciales, el ahorro familiar, las ofertas de chóped…", profetizó Mansilla. Cuando la vidente quiso leerle el porvenir, el Corto Maltés dijo: "No quiero conocer mi futuro, entonces dejaría de interesarme". Lo triste es que el futuro de muchos lugares que resisten en esta ciudad lo conocemos de antemano. Sevilla debe recordar cómo va eso de renovarse sin traicionarse a sí misma. Vivamos como se pueda, mientras.

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