La ciudad y los días

Carlos Colón

El futuro de Europa es su pasado

TERMINABA ayer diciendo que el mamarracho del espectáculo inaugural de los juegos olímpicos me recordó las litografías The Fall of London de James Boswell, que en 1933 recreaban la destrucción de Londres por los fascistas. Y me preguntaba si lo que no pudieron los nazis -la destrucción de todo lo que de bueno representan los nombres del Reino Unido, de Inglaterra y de Londres- lo acabaría logrando la estupidez global. Porque hay muchas formas de matar una cultura. Y la más eficaz de todas, sin lugar a dudas, es atacarla por el flanco educativo mientras la golpea la artillería pesada mediática a través de las redes, las pantallas de los ordenadores, de los televisores o de los cines, la inducción al consumo compulsivo, los videojuegos, los wasap y tantas ingeniosas y adictivas invenciones para matar el tiempo, hablar sin decir nada, sentirse en contacto estando más solo que la una y convertir el tiempo de ocio en espacio de consumo.

La estrategia para matar (o vaciar) una cultura -aquí esquematizada al espacio de una columna- es de sobras conocida. Primero se considera que lo mejor que ha producido -ya sea en el ámbito creativo más exigente, el del folclore o el de la cultura popular de masas- es cosa elitista, del pasado, académica, aburrida, desconectada de los intereses inmediatos, buena para nada, lujo de minorías pedantes o de raros. Después, con el concurso de pedagogos a la última y de modernos a sueldo, esa cultura excelente en todos sus niveles se iguala a la papilla multicultural (en la que todos los ingredientes pierden sus valores y sabores originales) y en la basura mediática adornada con lacitos falsamente transgresores e incluso seudovanguardistas, hasta que nada vale nada porque todo vale lo mismo. A la vez que las ciudades se convierten en contenedores agresivos, inhumanos e indiferentes, incapaces de generar esos valores que desde el mundo clásico representa la palabra urbanidad (de urbanitas, propio de la urbs o ciudad).

Miles de jóvenes franceses nunca han leído a Montaigne, Hugo, Proust o Camus, visto una película de Renoir o de Melville, oído a Debussy, Messiaen, la Piaf o Brassens. Tantos como jóvenes griegos desconocen a Platón, Kazantzakis o Hadjidakis y jóvenes ingleses ignoran a Shakespeare, Dowland, Hardy, Britten o a Kathleen Ferrier cantando Blow the Wind Southerly. George Steiner escribió que el futuro de Europa pende del hilo del conocimiento que sus jóvenes tengan de su pasado. ¿Ha sido cortado? ¿Puede volver a anudarse? ¿Tiene Europa futuro como algo más que un mercado y un resort con monumentos? De cada uno de nosotros depende.

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