Por la gracia de Curro

Los años pasan, la vida te sorprende y de pronto me encuentro sentada en la Maestranza viendo a Curro

Te gustan los toros, me preguntó Mario Vargas Llosa? Siempre he visto los toros al sol, pero desde que vivo en Sevilla los veo en la sombra, le respondí. Una mañana de San Fermín me encontré al Nobel de Literatura en el fondo del estrecho pasillo del Hotel Europa, una de las catedrales para la reunión de los apasionados de la fiesta navarra desde donde puedes ver el encierro, asomado a sus balcones abarrotados de personas muy interesantes, hasta disfrutar de la más deliciosa gastronomía tradicional y cantar rancheras hasta la madrugada. Lo que fue el Hotel la Perla en los tiempos de Hemingway lo es, en esta era, la casa de la familia Idoate.

Mi relación con el mundo del toro se ha construido al revés. Mi padre , músico y zapatero de profesión, llegó a ser administrador del Matadero Municipal de Estella. Cuando llegaban las Fiestas de Estella yo vivía con una emoción que me arrobaba, el hecho de acompañarle en el camión a la plaza de toros donde los matarifes recogían a los astados sacrificados para trasladarlos al matadero. Empecé a ver, de muy niña, los toros desde la barrera. Mi padre me aupaba para poder ver el ruedo y la corrida. No llegaría a los ocho años cuando vi, por primera vez, un toro muerto en el remolque del camión. Sus ojos estaban abiertos y su color había tornado a verde. Yo lo miraba y le preguntaba todas las cosas que se me pasaban por la cabeza con la sensación de que su mirada respondía a todas mis dudas. En el matadero los pesaban, colgaban y despiezaban para venderlos a las carnicerías. De adolescente subí por primera vez a las gradas con mis amigas en la zona del sol porque la entrada era más barata y donde más se baila y las cuadrillas se divierten. Y, en San Fermín, donde siempre he deseado correr el encierro , en la plaza estábamos más pendientes de tirarnos las bebidas entre los amigos que de quién toreaba esa tarde. Pero los años pasan, la vida te sorprende y de pronto me encuentro sentada en la Maestranza viendo torear a Curro Romero. Si no torea donde suenan tambores, los de los tambores bajan a verle a usted, maestro. Se hace más silencio en la plaza de Sevilla que con el paso de la Esperanza dentro de la Catedral en Semana Santa. Era una de los símbolos sevillanos que, entonces, no entendía. ¿Por qué la gente no habla? Hasta que vi a Curro Romero. Lo vi, me estremecí y emocioné. En silencio. Un día le pregunté: maestro, ¿qué le ha parecido ésta tarde la faena fulanito? Y Curro me respondió: "Hasta para torear mal hay que saber hacerlo bien". Por la gracia de Curro.

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