Fragmentos

Juan Ruesga Navarro

El gran carnaval

QUEDA poco menos de un mes para llegar al Miércoles de Ceniza. Así que estamos en tiempo de Carnaval. Una fiesta que nos trae los ecos más profundos de Roma y aún más atrás, de Egipto y las remotas tierras entre el Tigris y el Éufrates, allí donde estuvo el bíblico paraíso terrenal. Una fiesta en la que todo está permitido por un tiempo, para dar paso a la Cuaresma. Una fiesta arraigada en Europa y América, principalmente en países de tradición católica. Venecia, Río de Janeiro, Colonia, Veracruz, Barranquilla, etcétera. En España, además de los más populares de Cádiz y las ciudades canarias, me llaman la atención por su fuerza vernácula los de Lanz, en Navarra, con tipos que parecen extraídos de pesadillas. Y los de varios pueblos gallegos y extremeños. De todas formas, la idea del carnaval que más me llega es la que reflejaron en cuadros y dibujos Goya y Gutiérrez Solana. De casta le viene al galgo.

En Sevilla, el Carnaval no ha sido nunca la fiesta, salvo algunos momentos de esplendor transitorio como en tiempos del asistente Pablo de Olavide, que quiso cambiar demasiadas cosas en nuestra ciudad y así le fue. Y en el periodo que va de finales del XIX a los primeros años del siglo pasado. Unos carnavales que se movían entre la Plaza Nueva, recién terminada y el Paseo del Río, a lo largo de San Telmo. Carruajes y caballistas y comparsas. Cafés y bailes de máscaras, bajo la atenta mirada de José García Ramos. Eloy Arias Castañón, en su ensayo Carnaval y actitudes políticas en Sevilla (1868-1874), nos cuenta: "...el protagonista era un príncipe imaginario, el Duque de las Cabriolas, venido del castillo de Chuchurumbel, con sus hermanas Glisada y Padeburé". Las autoridades lo recibián en el río, por donde llegaba y le trasladaban a la Plaza Nueva donde estaba instalado su palacio. Allí le daban las llaves de la ciudad, lo paseaban, lo agasajaban y finalmente lo enterraban el Domingo de Piñata. Como tantas cosas, este protocolo tuvo su reflejo en Argentina y Uruguay, de donde nos volvió años más tarde. La fiesta tuvo altibajos, como reflejan las novelas modernistas de ambiente local y poco a poco fue resbalando hacia las murgas de la Alameda, hacia los rincones de los mercados de Triana y Omnium Sanctorum, por Sierpes, la Campana y plaza del Duque, por teatros, cafés y salones de variedades, hasta la corte de la Peña Er 77, con el marqués de las Cabriolas y el conde las Natillas.

Ya empiezan a sonar los aires de carnaval, aquí y en toda España. Ya me se suenan en el oído cuplés sobre Urdangarín, el caso Nóos y el paseíllo. Y los que quedan. Pronto saldrán las máscaras cachiporreras, con sus fustas, dando bromas del género chinchoso (empujones, gritos al oído, palabras escogidas..). Pero ¿no les parece que ya está bien todo lo que llevamos vivido en estos últimos años, de eres, sobresueldos, comisiones y evasiones? Cuando termine este despiporre, que se quiten la máscara de una vez y les veamos la auténtica cara. Que cese el gran carnaval en que nos hemos convertido. No más. Ni en la Plaza Nueva ni en el Paseo del Río. Ni de aquí ni de allí.

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