¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

¿Qué hacemos con Colón?

Rodríguez se ha abonado a esa pseudohistoriografía del rencor que tanta crispación y daño está generando

La barbería de Cristóbal Colón y sus socios, en el número 8 de la Plaza de Cuba, era un lugar frecuentado por el patriciado urbano. Mientras esperaba su turno, el cliente tenía dos opciones: o ponerse al día ojeando el Interviú o contemplar cómo le aliviaban la cabellera a algún prohombre sevillano, gente seria y discreta del estilo de Manuel Olivencia o Manuel Prado y Colón de Carvajal. Debió ser este último, que presumía de descender del descubridor, el que tuvo que hablarle al rey Juan Carlos de la habilidad con las tijeras de Cristóbal Colón el peluquero, quien alguna vez cruzó el puente de San Telmo para despejar, en el Alcázar, la real testa durante sus visitas a Sevilla. Con estos protagonistas: un manco, un barbero, el fantasma de un navegante y un rey picarón, ya tenemos material suficiente para escribir el libreto de una de esas operetas italianas con maridos burlados, noches toledanas y golfantes con peluca. O un hondo drama shakespiriano sobre el poder, sus abusos y servidumbres. Cualquier cosa menos ese exabrupto iconoclasta de Teresa Rodríguez, dispuesta a borrar cualquier recuerdo tanto del Rey viejo como del Almirante de Castilla, dos figuras que, salvando las evidentes distancias, nos recuerdan la complejidad del alma humana, sus contradicciones, sus grandezas y miserias.

Dejemos de lado a un don Juan Carlos acorralado y en fuga. Mutis por el foro. Hablemos de Cristóbal Colón, el simpar marino, uno de los hombres más fascinantes de la Historia, con todo lo terrible que eso conlleva. En él habitaron los ángeles y demonios de la primera modernidad: el misticismo y la avaricia, el bestiario medieval con la ciencia naciente, la geografía clásica con el empirismo de los nuevos navegantes, la leyenda con la crónica veraz, el amor paternal con la explotación del prójimo… Demasiada complejidad para el alma cátara de Teresa Rodríguez, abonada a esa pseudohistoriografía del rencor que tanta crispación y daño está generando.

No fue Cristóbal Colón el más sevillano de su estirpe, sino su hijo bastardo Hernando, de cuyo legado, un jardín americano y una biblioteca, sólo nos queda en la ciudad el cincuenta por ciento. Pero aquí descansan, al menos, una parte de los restos mortales del Almirante, en la Catedral, en ese sepulcro grandullón y como mal aparcado diseñado por Arturo Mélida. Cuando la diputada Rodríguez termine de derribar todas las estatuas del descubridor, habrá que preguntarle qué hacemos con su osamenta. ¿La sacamos a hombros por la puerta de San Miguel como hicieron con Franco en el Valle de los Caídos? ¿La tiramos a un muladar? ¿La donamos a la ciencia? ¿La vendemos a alguna curandera para sus filtros y emplastos? Eso también daría para una opereta o un sainete, de esos que tanto gustan a algunos de nuestros esclarecidos políticos.

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