YA no hay que ser sostenibles, hay que crecer o ser austeros. O crecer con sostenibilidad, que sería la perfección especulativa del lenguaje huero que malbarata el marketing político. Austeridad, término de rabiosa actualidad, versión antagónica de crecimiento. Austeridad en la jerga obligada por Alemania que acongoja a muchos hasta hace muy poco adalides de la sostenibilidad, pero que es firmemente defendida, como no podía ser de otra forma, por los que la están imponiendo a fuerza de recortes asimétricos, ideológicamente opuestos a los otrora austeros, más próximos a lo sostenible. Vamos, que los defensores a ultranza del crecimiento, hoy pueden parecer ecologistas y algunos de los que se reconocían afines al ideario ecologista reivindican sin rubor el antaño denostado crecimiento. Pura volatilidad ideológica.

Este barullo está obligando a matizar en un sentido desarrollista propuestas políticas verdes, mientras otros utilizan la austeridad con intención subrepticia para practicar cambios neoliberales de imposible justificación social. Entendiendo la austeridad, además, como simple trampolín para, en un horizonte más corto que largo, según insisten con denuedo, reiniciar un despegue económico basado en el crecimiento de unos pocos afortunados. Sobre este desconcierto real sobrevuelan, al menos, dos perspectivas polarizadas. Por un lado, la necesidad imprescindible de bienestar social como mecanismo garantista de supervivencia del individuo -el instinto-, y por otro, la obligación de administrar con la prudencia que dicta la conciencia unos recursos finitos, cuyo despilfarro al ritmo actual va a comprometer nuestro porvenir colectivo como especie - la razón. El individuo frente al grupo, altruismo frente a egoísmo. Dice Wilson que somos una quimera evolutiva, cooperativa y competitiva, que vive desmantelando estúpidamente la biosfera y nuestras propias perspectivas de existencia a base de una inteligencia alimentada por el instinto animal.

En la muy difícil y contradictoria situación de hoy en día, ante el colapso del modelo de organización social occidental, una posible solución coyuntural sería la reducción más o menos radical del gasto para así contener una deuda galopante y tratar de llegar a un cierto equilibrio presupuestario, aunque se muera la gente. Desde un punto de vista general el desarrollo que hemos alcanzado se ha basado en el crecimiento económico, fruto del consumo masivo de productos y servicios, con asiento en cuestiones financieras más o menos vaporosas como la deuda. Todas las especies explotan sus recursos acercándose a un óptimo adaptativo que tiende a maximizar su éxito reproductor, que representa un límite para el consumo. Cualquier desviación de este óptimo redundará en una disminución reproductiva y será penalizado evolutivamente. Mal asunto. La estrategia más simple para homo sapiens de lograr ciertas garantías de persistencia a largo plazo pasa por que seamos menos y/o consumamos menos. Mejor ambos términos. O sea que siendo previsores estamos sentenciados a una austeridad genuina a pesar de que su aplicación exija un franco y generalizado compromiso.

¿Podremos? Esto nos recuerda a Adam Smith, a aquella esotérica mano invisible que increíblemente guiaba nuestros actos individuales egoístas... por el bien público. Pero sin codicia de partida. Es decir, ahora habría que practicar desde el principio la renuncia individual esperando que su fruto sea necesariamente positivo para todos, forzando una desviación ética por debajo del óptimo adaptativo. La tragedia de esta llamada a la conciencia -castigada evolutivamente- es que seleccionará a los que no respondan a ella. Aquellos que no se autoimpongan restricciones, aunque engañen a hurtadillas, serán los que dispongan de más medios, los de más éxito en todos los sentidos y los que al final, en un diabólico bucle con retroalimentación positiva y previsible pero nefasto resultado, acaben dominando. ¿Dónde queda la razón?

La moral es función del estado del sistema en un momento dado. Este relativismo marxiano (estos son mis principios, si no le gustan tengo otros) se observa normalmente entre los animales que, conforme a las condiciones ambientales particulares de cada ocasión, se ven impelidos a adoptar estrategias de compromiso entre unas necesidades y otras. Las circunstancias actuales parecen forzar una apelación desesperada al crecimiento. Como si el hambre más atroz nos empujase a conseguir algo de alimento a pesar de la proximidad de un depredador feroz. Esta huida hacia adelante pretende resolver problemas adictivos con sustitutos más potentes que la propia sustancia que crea la adicción. El desconcierto es más que obvio. ¿Qué hacemos?

El drama evolutivo en el que nos hallamos inmersos, producto de un teatro ecológico implacable, parece tener difícil solución, al menos en el marco sistémico vigente. Hace 70.000 años un efecto puramente azaroso, la erupción de un supervolcán en el sureste asiático, parece que fue determinante para el éxito, muy comprometido en aquel entonces, de H. sapiens y su preeminencia sobre unos H. erectus en apariencia más competitivos que los primeros. Las consecuencias catastróficas de este fenómeno casual crearon las condiciones propicias para el despegue ecológico de una especie de incierto futuro en aquel momento.

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